Harmún

Inzi era un harmún. Lo supo desde que cumplió los cinco años, aunque al ser el quinto hijo de una quinta hija, su destino estaba escrito desde el momento de su concepción. Sin embargo, los pueblos de la montaña son muy escrupulosos con sus tradiciones y fue necesario esperar a su quinto cumpleaños para confirmarlo.

Ilustración que simula una pintura al óleo de una escena onírica de un bosque frondoso con una gran masa de agua. En el fondo se ve un conjunto montañoso con nieves perpetuas.

Aunque la prueba podía realizarla cualquier miembro de la tribu al cumplir los cinco años, solo los quintos hijos de las quintas hijas lograban superarla. A veces, ni siquiera ellos. Los ancianos del poblado sometieron al chiquillo a cinco pruebas, cada una más brutal que la anterior. Si Inzi completaba las cinco y sobrevivía, sería declarado harmún. Si no, lo que quedara de él seguiría viviendo en el poblado como un habitante más.

Inzi las superó. Sufrió, pero las superó. Su cuerpo fue golpeado, lacerado, envenenado, quemado y llevado hasta el umbral de la muerte, pero las superó. Su fuerza de voluntad se quebró en más de una ocasión, pero el cuerpo resistió. En la prueba solo importaba el cuerpo, habría tiempo de preparar la mente en los años de formación posterior.

Después de la prueba, Inzi necesitó descansar durante más de un día, hasta que un fuerte dolor abdominal le sacudió del sueño y le obligó a evacuar todo lo que había acumulado en su interior. Así funcionaba el cuerpo de los harumin. Eran capaces de absorber y soportar dolores, enfermedades, venenos, fracturas y desgarros, pero luego los tenían que excretar como si se hubieran dado un festín sin mesura. Puede parecer una vida cruel, pero ser harmún era el más alto honor que se podía alcanzar en los pueblos de las montañas. Después de todo, podían sanar a cualquiera de cualquier cosa. O casi.


Gnirzol era un comerciante rico y poderoso de Peonia, la principal ciudad portuaria del reino. Había tenido tres hijos, pero los dos primeros habían muerto antes de cumplir dos años y Qamar, el tercero y el único que seguía con vida, nació muy enfermo. El mercader culpó de los malos partos a su mujer y la mandó lapidar. Después, tomó otras esposas, pero ninguna logró concebir un nuevo hijo.

A pesar de su riqueza y de su posición social, Gnirzol se consumía al ver la fragilidad de su hijo, al que no creía capaz de mantener su linaje. Por eso, llevaba dos años recorriendo el reino en busca de una solución para su problema.

Había probado todo tipo de bebedizos, hechizos, concubinas, conjuros, rarezas culinarias que prometían fertilidad e hijos sanos. Nada había surtido efecto. No quería resignarse a darse por vencido, necesitaba un hijo varón sano para continuar su estirpe y preservar su legado. Estaba desesperado y, entonces, encontró una solución en la que no había pensado: un harmún.

Estaba tan obcecado con tener un nuevo hijo para descartar el anterior que nunca había pensado en sanar a Qamar. Si lo que prometía el vendedor de esclavos era cierto y ese chico fornido y vigoroso, de tez plateada y pelo ralo, era un auténtico harmún, sus problemas estarían resueltos y podría volver a dedicarse en cuerpo y alma a sus negocios y sus placeres.

En efecto, ese chico era Inzi, un harmún auténtico. Tendría 12 años, prácticamente la misma edad que Qamar, y había sido capturado en las montañas poco antes de que pudiera completar su formación. Los harumin jóvenes eran los más cotizados porque, al no haber concluido su adiestramiento y carecer de una dilatada experiencia, aún no habían aprendido a regular el caudal de sanación. Esto hacía que absorbieran todo el mal de su paciente a chorro, hasta desbordarse. A veces se llegaba a producir la muerte del harmún, pero ¿qué importancia tiene echar a perder una pequeña fortuna si con eso se logra la completa sanación?

Gnirzol no lo dudó. Regateó más por respeto al vendedor que por interés. Acabó pagando un precio desorbitado por Inzi, pero le daba igual. Si el esclavista no mentía, esa transacción sería la liberación que tanto ansiaba. Compró a su esclavo, lo marcó con su sello, recogió sus bártulos y emprendió la vuelta a Peonia. 

Cuatro días más tarde, Inzi absorbió la enfermedad y los males de Qamar. El proceso consistía en una imposición de manos que hacía que el enfermo cayera en un coma profundo y el sanador empezara a recibir todas las dolencias. Fueron horas de agonía para el montañés, que culminaron cuando cayó abatido al suelo. El padre del doliente no se había separado de su hijo durante toda la operación y sufría en sus carnes por temor de que el experimento no hubiera funcionado. ¿Y si le habían engañado? ¿Y si el esclavo había muerto antes de extirpar todo el mal?

Qamar se despertó aletargado. No entendía muy bien ni dónde estaba ni qué había ocurrido. Tardó en ubicarse y, cuando por fin se pudo levantar, todos contemplaron con alborozo que, en efecto, parecía curado. No solo tenía un aspecto mucho más saludable, sino que andaba sin dificultad y realizó perfectamente una serie de ejercicios que el médico de la villa había diseñado para comprobar su estado físico. Aunque quizá era pronto para lanzar las campanas al vuelo, Gnirzol estalló de júbilo y empezó a organizar una fiesta para celebrarlo. Por su parte, el médico se comprometió a evaluar al joven durante unos días para asegurarse que la operación había sido un éxito.

Se habían olvidado completamente de Inzi, al que daban por muerto. Cuando volvieron a reparar en él, el doctor le tomó el pulso y vio que seguía vivo.

–¿Qué hacemos con él, señor?

–Llevadle a una habitación de servicio y atendedle, será un regalo para mi hijo.


Inzi, el harmún, que en su poblado habría gozado de todo el reconocimiento y el estatus propio de su condición, era ahora un esclavo al servicio de un chico de su misma edad. Una mascota con la capacidad de hablar y razonar como un ser humano, nada más.

Sin embargo, a pesar de todo, podría decirse que era feliz. Qamar se sentía en deuda con él por haberle salvado la vida y le trataba más como a un hermano que como a un esclavo. Su intención era liberarle tan pronto como pudiera pagar la cuota de restitución, que no era precisamente barata. Mientras, los dos se criaban según su condición, pero el uno al lado del otro, compartiendo la juventud.

Las discrepancias sobre cómo debía comportarse Qamar con Inzi a menudo eran fuente de discusiones entre padre e hijo. Sin embargo, Gnirzol solo quería que su hijo creciera sano y fuerte para que pudiera extender su linaje. Si quería hacerse amigo de un esclavo, que así fuera, siempre y cuando cuidara un poco las formas.

–No me gusta como tratas al harmún, Qamar –solía decirle su padre–. Recuerda que solo es un esclavo.

–Se llama Inzi, padre. Y le debo mi vida.

–Yo pagué una buena suma por él. Es a mí a quien debes la vida.

–Y yo pagaré otra buena suma para darle la libertad.

–Cuando lo hagas, no te lo impediré. Hasta ese día, debes tratarlo como a un esclavo.


Los años pasaron y la relación entre Qamar e Inzi se hacía cada vez más estrecha. Llegó un momento en que las fronteras de su relación eran tan difusas que ninguno tenía claro si eran amo y siervo, amigos, hermanos.

En cierta ocasión, se encontraban ambos en una de tantas fiestas que la gente joven de Peonia organizaba para rellenar la ociosidad de sus días. Había músicos, comida, bebida y todo cuanto pudiera apetecerles. Una chica se interesó por Inzi, sin saber que era un esclavo. A Qamar le hizo gracia la situación y ordenó a su siervo que ocultara su condición y vieran hasta donde llegaban los acontecimientos.

El montañés y la mujer libre se ausentaron en busca de un lugar más tranquilo para dejarse llevar por la pasión. Inzi era inexperto en el arte del amor; su acompañante, no. Legira, la chica, guió e instruyó al harmún para que hiciera todo cuanto esperaba de él. Lo que ninguno de los dos anticipó es que los poderes del sanador se activarían durante el encuentro sexual. Legira perdió la conciencia al llegar al clímax, Inzi la perdió justo después.

Legira despertó casi inmediatamente, estaba tan extasiada y se sentía tan vigorosa que confundió el poder del harmún con una extrema pericia en las artes amatorias. Cuando Inzi se despertó, solo, varios minutos más tarde, tuvo que buscar un baño a toda prisa para expulsar lo que había absorbido de su amante. A continuación, se vistió y volvió a la fiesta para reunirse de nuevo con su dueño.

–¿Cómo ha ido, hermano? –preguntó Qamar.

–Ha sido maravilloso, amigo mío –respondió. –Aunque he tragado sus males sin querer.

–¿Has tragado sus males? ¿Cómo hiciste con mi enfermedad?

–Yo no quería, ha sido inesperado.

–No pasa nada, Inzi. Me preocupa que te puedan desenmascarar. Si se corre la voz que Legira se ha acostado con un esclavo, podríamos tener problemas los tres.

La preocupación por ser descubiertos no tardó en abandonarles. Salieron de la fiesta muy animados, comentando divertidos lo que había dado de sí la velada.

Cuando llegaron a casa, era pronto para dar la jornada por concluida. Qamar invitó a Inzi a sus aposentos, algo que no solía hacer para evitar contrariar a su padre. Se sentaron en un enorme diván y continuaron bebiendo, riendo, hablando durante horas. En un momento dado, Qamar se desvistió para ponerse la ropa de dormir. Sin embargo, prolongó su desnudez delante de su amigo y le animó a desnudarse él también.

Inzi, que siempre había obedecido en todo a Qamar, no dudó en obedecer también esa vez. Estando los dos desnudos, se contemplaron el uno al otro y juntaron sus cuerpos. El harmún no entendía muy bien lo que ocurría, el hijo del comerciante llevaba anhelando ese momento desde hacía más de un año. Exploraron sus cuerpos y gozaron de una noche de amor. En el momento álgido, los poderes de Inzi se activaron y absorbió los males de Qamar, provocando el desmayo de uno y, acto seguido, del otro.

Tal como le había pasado a Legira, Qamar se sintió más liberado que nunca. En ese momento, comprendió que su futuro tenía que estar enlazado para siempre con el de Inzi. A su padre no le iba a gustar, pero su estirpe moriría con él.

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