Habíamos perdido la guerra. La verdad es que ya nos habíamos hecho a la idea de que podía ocurrir, pero nos negamos a creerlo hasta que la derrota fue incontestable. Los humanos habíamos resistido la invasión alienígena durante casi una década, pero ahora que todo ha concluido, debo admitir que siempre tuvimos las de perder.

Reconozcámoslo, ellos siempre fueron superiores. Tenían una tecnología más avanzada, una disciplina militar inquebrantable, un organismo más fuerte y resistente y, sobre todo, ningún escrúpulo a la hora de destruir todo lo que fuera necesario para imponerse a los humanos.
Llegaron a Estados Unidos, como en las películas, y en seguida dejaron claras sus intenciones. Nos dieron la oportunidad de rendirnos, pero claro, ¿cómo íbamos a aceptar someternos a la voluntad de esos insectos del espacio? Estados Unidos respondió con todo su poder militar, el resto de países se unió a la contienda. Después de todo, estaba en riesgo la especie humana.
Los extraterrestres no escatimaron fuerzas ni anduvieron con pies de plomo. Descargaron un ataque brutal que barrió casi por completo toda América del Norte. Después, se desperdigaron por el globo y atacaron simultáneamente Europa, Asia, Oceanía, África y lo que quedaba de América.
Debo decir que los humanos pecamos de ingenuos, o quizá estábamos tan desesperados que dábamos palos de ciego. Recurrimos a armas biológicas y a arsenal nuclear con la esperanza de dañar al invasor, pero pronto descubrimos que eran inmunes. A estos bichos no parecía afectarles nada. Nuestros empeños bélicos se volvían contra nosotros, puesto que la radioactividad y el daño medioambiental que habíamos provocado causaba más bajas entre nuestras filas que entre las suyas.
Los extraterrestres estaban preparados y contaban con recursos para depurar el aire y los nutrientes que necesitaban. Siempre había creído que solo las cucarachas eran capaces de resistir un holocausto nuclear. Comparadas con estos bichos espaciales, las cucarachas eran unas amateurs.
Por si eso fuera poco, los alienígenas tenían un conocimiento amplísimo sobre nuestra forma de vida. Sabían perfectamente qué necesitábamos para sobrevivir y qué necesitaban arrebatarnos para sumirnos en el caos y la confusión de forma rápida y eficaz. Todos nuestros intentos de hacerles frente se acababan volviendo contra nosotros, era como luchar contra dioses.
Al quinto año deberíamos haber reconocido nuestra derrota, pero los humanos somos tercos. Especialmente cuando nuestro enemigo llega de una galaxia desconocida y no sabemos qué pretende hacer con nosotros. Seguimos resistiendo en pequeños focos por todo el planeta, intentando desmantelar sus infraestructuras y, si bien ganar parecía una utopía, esperábamos al menos debilitarles en la medida de lo posible. No todo fueron malas noticias. Descubrimos modos de matar y dañar gravemente a los alienígenas. Por desgracia, era demasiado tarde y demasiado complicado.
Tarde o temprano tenía que pasar. Poco a poco, la resistencia fue claudicando. El mundo entero estaba dominado por una nueva especie, la edad del hombre había llegado a su fin. Empezaba la era de los himenópteros.
Quizá no estés familiarizado con el término. Es normal, muy pocos habían oído esa palabra antes de que empezara la invasión. Resulta que las abejas, las avispas, las hormigas y algún que otro insecto forman parte de un grupo llamado «himenópteros». Estos insectos aparecieron en la tierra unos 100 millones de años antes que los primeros primates. Lo que nadie descubrió a tiempo fue que este grupo de bichos no era autóctono de nuestro planeta, sino la primera avanzadilla de una civilización surgida a tropecientos millones de kilómetros de distancia.
En la Tierra, la especie primigenia llegada del espacio fue evolucionando a su ritmo hasta llegar a los insectos que conocemos hoy en día. En otros lugares de la galaxia, evolucionó de otros modos. En algunos, no logró siquiera implantarse. Lo más llamativo es que se las ingeniaron para comunicarse entre ellos por todo el espacio durante todo este tiempo. Es fascinante lo que unos bichos tan pequeños (en el caso concreto de los que moraban en la Tierra) han podido lograr sin que los humanos nos diéramos cuenta. Cuando los primeros homo sapiens dieron su primer paso, el enemigo que acabaría con ellos llevaba eones esperándoles.
Los nuevos dueños y señores de nuestro amado planeta se asemejan a las hormigas de toda la vida, solo que miden algo más de dos metros, pueden erguirse, disponen de alas y todas sus extremidades finalizan en una especie de mano que pueden usar para manejar todo tipo de objetos. Por si eso fuera poco, pueden comunicarse perfectamente con nosotros, y creo que con cualquier especie del universo que haya desarrollado algún tipo de lenguaje, mediante telepatía. Para ellos no existen idiomas, son capaces de crear en nuestras mentes las ideas que quieren transmitirnos con una claridad meridiana.
Cada vez que conquistaban un territorio, su primera tarea consistía en protegerlo y prepararlo para resistir cualquier ataque. A continuación, reclutaban forzosamente a todos los supervivientes para volver a construir el lugar según sus costumbres. Los humanos hemos sido desposeídos de todo cuanto teníamos y nos hemos convertido en sus esclavos. Todos tenemos asignada una única tarea: levantar edificios, limpiar escombros, cocinar, cultivar la tierra, tejer, lo que se os ocurra.
Ahora nos alojamos en grandes edificios que funcionan de modo parecido a una cárcel o a un albergue. En cada habitación hay doce camas, para las doce personas que formamos cada cuadrilla. Además de la cama, tenemos un estante en un armario común, eso es todo. Comemos todos juntos en una cantina enorme, también agrupados por cuadrillas en función de la tarea que tengamos asignada. La comida que nos dan es un engrudo amargo que, según nos han dado a entender, contiene todos los nutrientes que necesitamos.
A mí y a mis compañeros de celda nos ha tocado preparar terrenos para poder reconstruir de nuevo sobre ellos. Llevamos más de dos años retirando cadáveres y escombros, recogiendo basura, demoliendo edificios comprometidos, rescatando los materiales que se consideran potencialmente útiles. Si os soy sincero, no sé cómo aguanto, será verdad que el engrudo incomestible que nos hacen comer nos da la energía que necesitamos, aunque al terminar la jornada siempre me siento terriblemente agotado. Por más tiempo que pase, no me acostumbro a esta vida.
En mi cuadrilla solo hay dos hombres que lo llevan un poco mejor que el resto, los demás están tan exhaustos como yo. Carlos era albañil antes de que empezara la guerra, Juan era bombero, quizá por eso hayan podido hacerse mejor con sus nuevas atribuciones. Yo trabajaba en una oficina ocho horas y media de lunes a jueves y seis horas los viernes. Creía que estaba en forma porque iba al gimnasio tres veces a la semana y de vez en cuando salía con la bici a pedalear unos kilómetros con los amigos, pero ya ves.
Lo peor de todo es que nos han robado la esperanza. No podemos hacer nada sin que se enteren. Las pequeñas avispas y hormigas de la Tierra lo supervisan todo. Ven todo lo que hacemos, creo que incluso son capaces de leernos la mente, y pueden reportarlo al instante a toda su comunidad mediante una cosa que se llama “pensamiento colmena”, que es como el Internet que teníamos antaño, pero sin necesidad de ningún tipo de dispositivo ni infraestructura. Si, aunque sea sin darse cuenta, un humano daña a un himenóptero, es ejecutado al instante. No hay fuga posible, estamos condenados de por vida.
De todos modos, he decidido contar mi historia y dejarla por escrito por si acaso. Quizá algún día alguien, en algún lugar, logre darle la vuelta a la situación y expulsar a los himenópteros de nuestro planeta. ¡Larga vida al ser humano!