Julio Verne no era de Móstoles

Son las ocho menos cuarto de la mañana de un martes de otoño, si es que aún existe tal cosa. El día se levanta con cuatro nubarrones tímidos que no saben ni si llevan lluvia y un aire mediocre que templa los 12 grados de frescor matutino. El sol tiene tarea acumulada, ya que si debemos hacer caso del parte, hoy le toca calentar la zona hasta los 28 grados. Ya será menos.

Viñeta de cómic de un hombre sentado en su escritorio en una oficina gris. La imagen muestra al hombre de espaldas y vemos que lo único que tiene delante son archivadores.

Aurelio pulsa la pantalla del móvil a tientas para que deje de sonar la alarma y tener la ilusión de descansar cinco minutos más. A las ocho menos diez ya no tiene excusa para posponer más lo inevitable, es hora de levantarse y desfilar hacia el cuarto de baño para echar una meada, lavarse los dientes y darse una ducha. Después, calzoncillos, calcetines, un pantalón vaquero, una camisa y unas zapatillas poco deportivas. Un café cortado acompañado de una tostada con mantequilla, coge la chaqueta, el móvil, la cartera y las llaves, y corre a la parada del bus, que va muy pillado de tiempo.

El autobús va lleno, como siempre, así que se pasa las doce paradas que dura el trayecto de pie, agarrado a una de esas barras metálicas que penden del techo. Por suerte, el sopor que aún le acompaña ayuda a que el viaje parezca más corto. Cuando baja del autobús, hace una parada en la panadería de siempre para comprarse el mismo bocadillo que se come todos los días a media mañana, en los diez minutos que tiene para respirar un poco. El resto del día estará delante de un teclado y un monitor trabajando como un autómata, excepto la hora que va de las dos a las tres, que aprovechará para comprarse dos platos de comida precocinada en una tienda que hay a dos manzanas y comérselos en la salita con microondas que en su empresa llaman “office”.

A las seis, el sol parece que ha cumplido su promesa y la calle le recibe con unos buenos 27 grados. Los nubarrones han decidido rendirse y han dado paso a alguna nube dispersa de un color mucho más claro. Con este tiempo, da un poco de lástima volver a montarse en el autobús y recorrer las doce paradas de vuelta sentado al lado de la ventanilla, así que Aurelio decide que dará un paseo, e incluso puede que se tome una caña o dos para aprovechar que aún hay luz y una temperatura agradable para estar en una terraza.

Como la zona donde se encuentra su oficina no parece muy alegre para pasear, apenas se ve gente por la calle y hay poco comercio, decide hacer el recorrido del autobús a pie para llegar a alguna zona de la ciudad más concurrida y bulliciosa. La verdad es que en los cinco años que lleva trabajando en la misma empresa, casi nunca ha vuelto andando.

Al cabo de diez minutos, empieza a reconocer las calles. Por fin hay tiendas, terrazas con gente tomándose algo, gente paseando despreocupada, sin prisa, por las anchas aceras de las avenidas. Una plaza con algo de césped descuidado y cuatro árboles mal contados sirve de pulmón a un puñado de manzanas de bloques de pisos de una docena de plantas, de esos que no tienen ninguna personalidad y que pueden encontrarse en cualquier lugar de España.

Una sola plaza se convierte en un oasis verduzco en medio del asfalto gris para los dos o tres centenares de familias que viven en las inmediaciones. Todo el perímetro está rodeado de terrazas variopintas. Tascas de toda la vida, gastrobares pretenciosos, un restaurante mexicano, otro gallego, una taberna vasca, un par de hamburgueserías. Todo tiene cabida en esa plaza.

Aurelio se fija en una terraza que tiene varias mesas llenas y escoge una libre para sentarse. Tanto la mesa como las sillas son enteramente metálicas y anodinas, extraídas del mismo catálogo de mobiliario para hostelería que parece surtir a la inmensa mayoría de establecimientos de este país. El camarero, que no lleva ninguna prisa, tiene la misma personalidad neutra que los muebles de la terraza. Aurelio pide una caña y se relaja.

Al cabo de un rato más largo del que podríamos imaginar al ver la cantidad de clientes del bar, el camarero le trae su caña y un platito con una decena de aceitunas medio secas y un único quico de maíz que no encaja mucho en el conjunto. Aurelio se lleva una aceituna a la boca, no está muy buena, pero se la come igualmente y la hace bajar con el primer trago de cerveza.

A su alrededor, el mundo parece funcionar a su propio ritmo. Un enjambre de personas desperdigadas que van de aquí para allá, cada uno en su pequeña realidad. Algunos hablan por teléfono, otros llevan bolsas, los hay mayores, jóvenes, de todos los tamaños y colores. En la terraza, Aurelio está en la única mesa ocupada por un solo cliente. En las demás, hay pequeños grupos de dos, tres, cuatro personas. Unas ancianas hablan animadamente mientras toman la merienda, una pareja parece estar discutiendo sin levantar la voz para no armar un espectáculo, unos jóvenes comparten sus historias entre carcajadas rodeados de jarras de cerveza a medio vaciar. Aurelio, en cambio, está solo.

Vuelve a mirar a su alrededor y se da cuenta de que apenas hay personas paseando solas. Los pocos que no tienen a nadie que les acompañe parecen llevar prisa. Andan rápido, con ansia por llegar, pero quizá también porque les molesta tener que hacer el trayecto que les separa de su destino. 

Se fija en un señor que parece un poco mayor que él, vestido con pantalones marrones y un jersey fino de color vino. Como los demás caminantes solitarios, anda más deprisa que los que van acompañados. Su cabeza está ligeramente inclinada hacia abajo, como si una mano invisible le impidiera erguirse, su mirada fija en el suelo. Da la impresión de andar por la ciudad sin querer verla, como si el resto del mundo le estorbara. Como si su único deseo fuera llegar a su casa y encerrarse hasta que las obligaciones cotidianas le fuercen de nuevo a exponerse al mundo.

Aurelio no se encuentra bien. Ya no le apetece tomar el aire. Paga la caña y se apresura hasta la parada de autobús más cercana. Podría acabar de llegar a su casa andando, no está tan lejos, pero no le apetece. La calle le asfixia y siente la imperiosa necesidad de escapar de ella, necesita confinarse entre cuatro paredes cuanto antes mejor. El autobús le servirá como estadio intermedio entre la sofocante inmensidad de la calle y la calma contenida de su piso de 50 metros cuadrados.

El ansiado bus llega tras tres interminables minutos de espera en la parada. Después, el trayecto dura otros angustiosos ocho minutos. Se baja en la parada más cercana a su domicilio, que se encuentra a tan solo dos manzanas de la puerta de su bloque de edificios. En total, habrá tardado un cuarto de hora desde que ha dejado la terraza hasta que logra cobijarse en el cálido confort de su hogar, pero a Aurelio le ha parecido una odisea. Ha llegado con las pulsaciones disparadas, pero ya está en casa y puede relajarse.

Enciende la play, entra en el juego al que se está viciando últimamente y, por fin, le invade la tranquilidad. Va haciendo misiones y explorando un poco el terreno del mundo virtual, a ver si logra conseguir algún artefacto poderoso o desbloquea algún trofeo oculto. Cuando le empiezan a rugir la tripas, apaga la consola y pone el horno a calentar para prepararse una pizza precocinada para cenar.

Hoy es martes, así que hay episodio nuevo de dos de las series que está viendo a ritmo de emisión. Empieza a ver el primero de los episodios justo después de poner la pizza en el horno y lo termina un poco después de habérsela comido. Después, pone el episodio de la otra serie, más animado.

Cuando termina de ver la televisión, se pone el pijama, se lava los dientes, la última meada del día para no despertarse durante la noche y a dormir. Mañana será un nuevo día, aunque sospechosamente similar al que acaba de terminar.

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