Camino de Invierno

Julián se ha dejado engañar por Pedro y Marina para hacer con ellos el Camino de Santiago. La verdad es que, a él, el deporte nunca le ha entusiasmado; y lo de pasar hambre, sed, calor, frío y, sobre todo, agotamiento y extenuación, todavía menos. Sin embargo, ahora que llevan tres semanas de albergue en albergue, debe reconocer que le está gustando más de lo que creía a priori.

Ilustración emulando el estilo de un cómic o un videojuego manga de dos hombres y una mujer cargando mochilas en sus espaldas que recorren un camino que atraviesa un campo.

La primera semana fue un suplicio, especialmente la subidita esa al Alto del Perdón después de hacer noche en Pamplona. Las agujetas, las ampollas y la tendinitis casi le hacen abandonar en Logroño. Pero se dejó arrastrar para continuar un día más, luego otro y, poco a poco, se le fueron pasando los dolores y pesares. O, mejor dicho, aprendió a sobrellevarlos.

Hoy se cumplen exactamente tres semanas desde que salieron de Roncesvalles. Han llegado a Ponferrada reventados, como siempre, y después de cumplir con la burocracia peregrina se han dado un homenaje en un mesón, que de vez en cuando toca sacar al vientre de penas. De vuelta al albergue, se han unido a un grupo de peregrinos, casi todos españoles, que comentan la etapa del día y planifican la siguiente.

–Entonces, ¿qué? Mañana a Villafranca, ¿no? –pregunta Julián al corrillo de peregrinos.
–Pues justo lo estábamos pensando, porque me han dicho que la parte de Galicia se llena de turigrinos y que se pierde la esencia –apunta uno.
–Este está empeñado en salirse del Camino Francés y meterse por uno que no sale ni en las guías.
–Yo no lo veo claro. Deberíamos seguir el camino normal.
–¿Cuál es ese camino que dices? –Cómo no. Si se presenta la oportunidad de hacer algo original, Pedro no puede dejarla pasar sin más.
–El Camino de Invierno –contesta el mismo de antes. –Es el camino que se usaba antiguamente en invierno para no tener que subrir O Cebreiro nevado. Es mucho menos concurrido que el Francés, eso está claro.
–¡Tan poco concurrido que quizá no haya ni albergues! –le replica uno de su grupo.
–Yo solo comentaba la posibilidad porque si ya han llegado varios autobuses aquí, no me quiero ni imaginar como se pondrá a partir de Sarria.
–¿Tienes un mapa, una guía o algo para ver ese camino? –A Pedro le había entrado el gusanillo y de ahí no le sacaba nadie.
–No, pero tampoco tenemos de este. Lo vamos mirando en Internet o en los albergues de un día para otro.

Pedro intenta convencer a sus amigos para probar ese camino semidesconocido que promete ser una pequeña aventura dentro de otra pequeña aventura. Después de todo, en todos los días que llevan peregrinando, lo más emocionante que les ha pasado ha sido tener que avanzar hasta el pueblo siguiente porque los albergues estaban llenos en el que querían parar.

Marina prefiere ceñirse al plan original. Es posible que tenga menos encanto porque esté masificado y las etapas consistan en seguir a los peregrinos que van por delante de ellos, pero al ser una zona concurrida, será más segura y estará más preparada para acomodar a los peregrinos.

Julián, contra todo pronóstico, está de acuerdo con Pedro, aunque por otros motivos. La verdad es que O Cebreiro es la bestia negra del Camino Francés. Se supone que es la subida más dura y que apenas hay sitios para retomar energías. Si el destino le ha puesto delante de sus narices una vía alternativa para no tener que subir esa montaña, por algo será.

Antes de tomar ninguna decisión, intentan hablar con los voluntarios del albergue para ver si pueden recabar algo más de información. Parece que no es un camino muy popular, porque les cuesta encontrar a alguien que lo conozca. Sin embargo, logran dar con dos voluntarios que no solo lo conocen, sino que lo recomiendan. Según ellos, es un poco más complicado porque hay muchísima menos afluencia de peregrinos y menos infraestructura destinada al Camino de Santiago. Quizá haya momentos en que sea necesario usar el GPS del móvil, pero sin duda es una maravillosa opción para huir del bullicio que se avecina a medida que se acerquen a Santiago. Al final, aunque Marina no está del todo convencida, deciden darle una oportunidad a esta variante.

Al día siguiente, en lugar de seguir la hilera de peregrinos que van desfilando hacia Villafranca del Bierzo, Julián y sus dos amigos se dirigen hacia Las Médulas. Nada más salir de Ponferrada se dan cuenta de que, efectivamente, no están en el Camino Francés. No ven a ningún otro peregrino y las señales escasean. No obstante, pueden seguir el camino sin dificultad. Solo necesitan prestar un poco más de atención.

Pedro está exultante. «Esto sí es el Camino de Santiago.» Por cómo insiste en ese punto, cualquiera diría que las tres semanas anteriores hubieran estado en casa jugando a videojuegos y viendo la televisión. Julián y Marina no sienten la euforia de su amigo, pero están contentos de haberse dejado embaucar. La verdad es que el paisaje es muy bonito y el trayecto se les antoja más auténtico.

Es su recorrido, atraviesan pueblos encantadores en los que no hay ni peregrinos, ni turistas. Solo gente local, y tampoco mucha. Para desgracia de Julián, la etapa del día incluye dos subidas pronunciadas. Por suerte, bastante más cortas y suaves que la que habría tenido que sufrir para llegar a O Cebreiro.

Cuando llegan a Las Médulas, hacen tres descubrimientos que rivalizan en importancia. El primero y más evidente es que el lugar es impresionante. La antigua mina de oro explotada por los romanos merecería una visita por sí misma. El segundo, un poco desolador, es que la única opción de alojamiento disponible es un pequeño hotel que sale por un buen dinero. Por suerte, el tercer descubrimiento es que es lo bastante pronto como para avanzar un poco más antes de comer.

Aunque les gustaría acabar la etapa ahí para poder disfrutar de Las Médulas, deciden avanzar un poco más. Al final, ese poco más se convierte en unos 10 Km adicionales y acaban la jornada en Pumares, provincia de Ourense. Han llegado a Galicia.

Pumares es muy bonito también. Al lado de un embalse, resulta muy bucólico. El problema principal es que ahora sí necesitan encontrar un lugar donde pasar la noche o les tocará andar unos cuantos kilómetros más después de comer y, siendo honestos, ya han tenido bastante con la ruta de hoy.

Buscan algo para comer en el primer, y único, sitio que parece un bar o un restaurante. Se les abre el cielo cuando, hablando con el camarero, descubren que también les pueden alquilar una habitación. La comida les sabe a gloria, aunque no sabrían decir si es por el sabor o por la alegría.

Más avanzada la tarde, se dan una vuelta por el pueblo, que no prolongan mucho porque, honestamente, no hay mucho que ver. Así que se recogen pronto a descansar a pesar de que la etapa de mañana promete ser mucho menos exigente. Según lo que han visto por Internet, es prácticamente todo llano.

A media noche, Julián se devela. Por más que lo intenta, no logra conciliar el sueño. Como no se le ocurre nada mejor, se pone la chaqueta encima del pijama y sale a dar un paseo y a fumarse un cigarrillo.

Ya en la calle, unas extrañas luces le llaman la atención. Parecen focos de luz que se dispersan en la niebla, pero no hay niebla. Además, se oye como una especie de sonido, como un rumor de voces entonando una letanía cadenciosa.

Lo primero que siente es un miedo primitivo que le brota del pecho. Sin embargo, esa sensación es rápidamente sustituida por una curiosidad morbosa. Si fuera un niño, habría ido corriendo a la habitación y se habría resguardado bajo las impenetrables sábanas, que pueden repeler el ataque de cualquier criatura del mal. Pero como hace mucho que dejó de ser un niño, se acerca un poco más a esas extrañas luces. Solo un poco. Un poquito más. Solo un poquito más.

Cuando se quiere dar cuenta, está bastante lejos de la pensión. Las luces, en cambio, están cada vez más cerca, y las voces se oyen cada vez mejor, aunque no logra entender lo que dicen. Se acerca todavía un poco más. Solo otro poquito más. Hasta que los ve. Ve las luces de las velas, ve los farolillos que transportan las velas y ve los hombres que sostienen los farolillos que transportan las velas.

Una extraña comparsa formada por una docena de penitentes encapuchados que recorre los aledaños del pueblo recitando una letanía que sigue sin comprender. Cuando llegan a la altura de Julián, las voces se detienen de golpe, así como los penitentes. La escasa luz de los farolillos no es suficiente para vencer la oscuridad. Los cofrades visten trajes de un negro más profundo que el de la noche. Las capuchas ocultan totalmente sus rostros. Julián vuelve a tener miedo, pero esta vez es un miedo de verdad, del que te atenaza desde las entrañas y te impide mover siquiera los labios para pedir socorro.

El penitente que marcha a la cabeza del grupo se acerca a Julián y se quita la capucha. Al verle la cara, no da tanto miedo. Es un chico de unos veintipocos años con aspecto afable. Lleva el pelo castaño un poco enmarañado y sus ojos verdes transmiten una calidez que contrasta con el frío húmedo del camino.

–Vaya, parece que te hemos asustado –dice el joven misterioso.
–Eh, no, qué va. Bueno, sí, un poco –responde Julián, balbuceando.
–Tranquilo, hombre, que no te vamos a hacer nada. Casi todos estos son buena gente. Bueno, eran.
–¿Eran?
–Sí, bueno. Eran, son. ¿Qué más da? El caso es que mis compadres están muertos, yo soy el único vivo de la compañía.

El chico habla con la naturalidad de quien habla de la cosa más cotidiana y normal del mundo, pero acaba de decir que sus compañeros están muertos. Julián sigue un poco en shock y tarda en reaccionar.

–Verás –continúa el joven cofrade–, seguro que has oído hablar de nosotros. Somos la Santa Compaña. Bueno, son, o sois, no sé. En fin, me estoy explicando fatal. ¿Tú no eres de aquí, verdad?
–No, no soy de aquí. Y me estás vacilando ya mucho. No quiero líos, me vuelvo con mis colegas y todos tan contentos.
–Mucho me temo que eso no va a poder ser. Pero mira, yo te lo cuento ahora todo en un momento y verás que no pasa nada. Es un chollo sencillo. Lo único que tienes que hacer es sacar a estos de paseo todas las noches, hasta que te cruces con un vivo, como he hecho yo hasta que me he cruzado contigo. Ahora yo quedo libre, ya podré dormir por la noche, y a ti te toca ocupar mi lugar. ¿Fácil no?
–¿Pero cómo voy a hacer eso? Si ni siquiera soy de aquí, estoy haciendo el Camino de Santiago.
–Tranquilo, por eso no te preocupes. Estos son buena gente, pero aquí donde les ves no son más que un puñado de almas. Ellos irán donde tú vayas.
–¿Y si me niego?
–Huy, mala cosa. Yo de ti no iría por ahí. A ver, que tú mismo, yo hoy ya me desentiendo de eso, pero si te niegas a hacer la ronda… En fin, yo no me arriesgaría. Pueden ser muy insistentes.
–Pues, a mí, a cabezón no me gana nadie.
–Bueno, tú mismo, pero toma, ponte este traje y coge este farolillo, que ahora es tu tarea.

Julián no lo ve claro. Sabe que le están vacilando y que quizá lo mejor es seguirles el juego, pero ya lleva andando bastante tiempo como para ponerse a hacer el canelo con unos paisanos para que se rían de él. Así que, ni corto ni perezoso, gira sobre sus talones y echa a correr hasta la pensión.

Cuando suena el despertador, Pedro es el primero en levantarse. Hace una visita al baño, se asea un poco y va a despertar a los demás, que siempre tardan un poco más. Al ver a Julián suelta una carcajada, se durmió con la chaqueta puesta.

Una vez listos para afrontar una nueva etapa en el Camino, bajan a desayunar y Julián aprovecha para contarles su peripecia de ayer. Sus amigos alucinan con lo pirada que está la gente. Ponerse a deambular en plena noche disfrazados de espíritus para darle un susto al primero que pillen, además en un pueblo tan pequeño que lo más seguro es que no se crucen con nadie en horas. En fin, vivir para ver.

Se ponen en marcha bordeando una línea de ferrocarril y el río Sil. El trayecto es tranquilo y suave, rodeado por un paisaje repleto de arbustivas roto tan solo por algunas naves industriales dispersas. Van atravesando pueblos que parecen construidos enteramente de pizarra hasta que llegan a O Barco, que es bastante más grande. Aprovechan para hacer acopio de provisiones y tomarse otro café en una terraza.

A partir de ahí, el camino es un poco más aburrido, puesto que gran parte del trayecto es por trazado urbano, mucho asfalto. Por suerte, el trazado es relativamente llano y pueden avanzar bastante deprisa. Además, como ya hicieron compra en O Barco, no se detienen en ninguno de los municipios que van dejando atrás.

Al salir de A Rúa, se encuentran la primera subida destacable de la jornada, no tanto por su pendiente como por lo larga que se les hace. Tardan más de dos horas en llegar al punto de inflexión y toparse con una bajada que, ahora sí, tiene una pendiente que asusta. Si algo han aprendido en la aventura esta del Camino de Santiago, es a temer más a las bajadas que a las subidas.

Llegan destrozados a Montefurado, que se encuentra justo al final de la terrible cuesta descendente que acaban de superar y que anuncia una nueva subida justo a continuación. Eso sí, el pueblo es precioso. De hecho, recibe su nombre de un túnel perforado por los romanos que agujerea el monte para desviar el cauce del Sil y poder extraer el oro de la región. Ya no queda oro, pero la obra de ingeniería romana es digna de admirar.

Como tienen hambre y están cansados, deciden comer parte de sus provisiones mientras piensan si intentan hacer noche ahí o seguir andando hacia el siguiente pueblo. La verdad es que Montefurado, pese a su gran belleza, no resulta ser muy hospitalario.

–Chicos, yo creo que no nos queda otra. Aquí no nos podemos quedar –dice Marina.
–Está claro, aquí no vamos a encontrar nada. Tendremos que probar suerte más adelante –concuerda Pedro.
–Ni de coña. Yo ya he andado bastante por hoy, de aquí no me muevo. Así tenga que dormir al raso –discrepa Julián.
–¿Cómo vamos a dormir al raso, Julián? Además, ¿cómo lavamos la ropa? ¿cómo nos duchamos? –Marina se muestra reacia a la propuesta de Julián.
–Joder. Deberíamos habernos quedado en el pueblo de antes. Seguro que encontrábamos una pensión como la de ayer, al menos. Esto no es el Camino Francés, ya veis que no podemos ir tan alegremente, deberíamos ser más previsores. –El cansancio hace mella en Julián, cuya paciencia también sufre agotamiento.

La discusión se prolonga y los ánimos se van encendiendo. Julián, que suele ser razonable y acomodarse a lo que necesite el grupo hoy está más terco que nunca. Por desgracia, los otros dos no ven nada claro lo de dormir a la intemperie con el frío que hace por las noches. Mientras intentan llegar a un acuerdo, una anciana llega a la plaza y les llama la atención por armar tanto alboroto.

–¿A qué viene tanto grito? ¿Venís de fuera a molestar a los vecinos o qué?
–Perdónenos, señora. Estamos haciendo el Camino de Santiago, no queríamos molestar a nadie.
–¿Peregrinos? ¿Aquí? Creo que andáis perdidos del todo. Jamás vi peregrinos en el pueblo.
–¿Nos hemos perdido? De esta creo que salimos en los periódicos, Pedro, así te lo digo. No puedo con mi alma y no estamos yendo bien.
–¿Pero esto no es Montefurado? –pregunta Pedro.
–Sí, San Miguel de Montefurado. ¿Quién os dijo que vinierais por aquí?
–Verá, estamos siguiendo el Camino de Invierno, que va a Santiago pasando por Monforte de Lemos –le explica Marina.
–Ah, pues para Monforte si vais bien. Qué cosas, peregrinos. ¿Y eso coméis los peregrinos ahora? ¿Pan de bolsa?
–Bueno, lo que encontramos. No vimos ningún sitio para comer aquí.
–Eso es que poco buscasteis.
–Perdone. ¿Y no sabrá usted de algún lugar para pasar la noche? –Julián intenta aferrarse a la posibilidad de encontrar un alojamiento cercano.
–A estas horas ya no llegáis a ningún sitio. Va a oscurecer pronto, y no os recomiendo andar por ahí de noche. Yo os puedo dejar dormir en un cobertizo, y si queréis, un plato de sopa.

Ni decir tiene que los tres aceptan de inmediato la propuesta de la anciana y se deshacen en muestras de agradecimiento por su hospitalidad. La mujer les conduce hasta su casa y les muestra el cobertizo que pueden usar para pasar la noche. Tienen un pequeño retrete, pero no pueden ni lavar la ropa ni ducharse. Tras insistir un poco y abusar bastante de la amabilidad de la anciana, logran que le dé permiso a Marina para darse una ducha. Los chicos tendrán que aguantarse.

La señora vuelve a las ocho de la tarde con un un caldero de sopa, pan y una botella de vino tinto. Les ayuda a poner la mesa y les dice que no se molesten en lavarlo, que lo dejen todo apilado en el borde de la mesa y ya lo recogerá ella mañana cuando se hayan ido. Les sorprende que haya sido tan maja como para dejarles quedarse en su casa, pero que sea tan hosca que no le apetezca ni quedarse a charlar con ellos. Dan buena cuenta de la sopa, que resulta ser bastante contundente, del pan y del vino y, aunque no sean ni las diez de la noche, caen rendidos.

A la mañana siguiente, Pedro y Marina se levantan con energías renovadas. La cena y el reposo han obrado maravillas en sus cuerpos. Julián, en cambio, parece un alma en pena. A diferencia de sus compañeros, parece que no ha podido pegar ojo en toda la noche.

Para evitar situaciones complicadas como la de ayer, deciden que aunque vayan sobrados de tiempo, terminarán la etapa en Quiroga, que es donde saben a ciencia cierta que hay un albergue. Acaban de darse cuenta de que ayer no sellaron la credencial del peregrino en ningún sitio, pero eso no debería ser problema.

La etapa del día tiene algo de subidas y bajadas, pero nada excepcional, además, como llevaban diez kilómetros de ventaja, llegan a destino antes del mediodía. Esta vez encuentran albergue sin problema, tienen cama, agua caliente e incluso más de una opción para comer, cenar o tomar algo. Puro lujo.

No obstante, la jornada transcurre con mal rollo. Julián sigue enfadado y desprende un aura de malas vibraciones que acaba afectando a los demás. Ni siquiera una buena ducha de agua caliente y una comida en condiciones hacen que se anime un poco.

Las etapas siguientes se suceden en un ambiente tenso de negatividad, justo lo contrario a lo que cabría esperar. El cuarto día en este plan se hace especialmente duro porque coincide, además, con una subida muy pronunciada y una bajada aún peor. Llegados a este punto, Julián cree que quizá todo esto del Camino de Invierno no ha valido para nada la pena. Finalmente, estalla una gran discusión que concluye con Julián mandando a todo el mundo a la mierda y largándose del hostal.

Dos horas más tarde, Marina decide ir a buscarle y se lo encuentra llorando a lágrima viva en un banco. Le cuenta que no sabe qué le pasa, que se da cuenta de que les está arruinando las vacaciones pero que no puede más, que cada día que pasa está más cansado, que ya ha agotado todas sus fuerzas, que no se ve capaz de llegar hasta Santiago.

Se pasan una hora hablando y Marina logra convencerle para que no tire la toalla ahora, que solo faltan tres días para llegar. Rendirse ahora sería absurdo. Vuelven al hostal y Pedro le da un abrazo a Julián como si hiciera años que no se hubieran visto y le pide disculpas de mil maneras. Al final, deciden quedarse un día más en Rodeiro para recuperar fuerzas y poder llegar a Santiago en condiciones.

El día de descanso hace honor a su nombre. De hecho, Julián se pasa horas durmiendo, hasta el punto que llega a preocupar a los demás. Sin embargo, al día siguiente, cuando reemprenden la marcha, pueden notar el cambio de ánimo y de actitud que el reposo ha obrado en él. Ya vuelve a ser el mismo Julián animado de siempre.

Que haya mejorado de ánimo no evita que siga siendo el más cascado del grupo. A medida que se acercan a la meta del Camino, cada vez le cuesta más avanzar y acaba más agotado. Tanto es así que por la tarde se echa una siesta de más de una hora. Además, parece que le han salido muchas canas y arrugas que antes no tenía. Se supone que el Camino de Santiago es apto para todos los públicos, pero está haciendo mella en el cuerpo del pobre Julián.

Por fin llega el día de la última etapa. Tan solo 16 kilómetros les separan de la Catedral de Santiago de Compostela. Esta última etapa no tiene demasiado desnivel ni ninguna dificultad aparente. Si no paran demasiado ni surge ningún imprevisto, podrán abrazar al Apóstol antes de comer.

Salen con buen pie y van comentando la experiencia mientras avanzan hacia la capital gallega. En esta última etapa reflexionan sobre todo lo que han visto, vivido y aprendido en el mes largo que llevan andando por el norte de España. La verdad es que el trayecto final no es del todo bonito, gran parte de él pasa por dentro de núcleos urbanos y hay bastante tramo de andar por carretera. Sin embargo, cuando por fin reconocen en la lejanía las torres de la catedral, a todos les embarga la alegría y se les renuevan las fuerzas.

Experimentan una sensación similar cuando llegan al indicador que le hace saber que han entrado al termino municipal de Santiago de Compostela. Un poco más adelante, se encuentran con multitud de peregrinos que avanzan con determinación como si se tratara de la columna de un ejército de infantería. Les hace ilusión volver a ver peregrinos. No habían visto ninguno desde que dejaron Ponferrada.

Cuando llegan a la plaza de la catedral, sienten algo en su interior que no saben describir con palabras. ¿Alegría? ¿Orgullo? ¿Felicidad? ¿Satisfacción? Quizá un poco de cada cosa. Han logrado su objetivo después de semanas de peregrinación. Los últimos diez días, además, han sido especialmente duros.

Suben las escaleras, cruzan la puerta de la catedral y nada más poner los pies dentro del templo, Julián se desmorona. Ha perdido el conocimiento y no hay manera de despertarle. Rápidamente aparecen trabajadores del recinto y se lo llevan a la enfermería. Cuando vuelve en sí, está en una cama de hospital.

–Menudo susto nos has dado. –El que habla es un señor con una bata blanca, debe de ser un médico.
–¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? –Julián va despertándose, pero tiene la cabeza embotada y está confuso.
–Estás en el hospital, en Santiago de Compostela. Te desmayaste nada más entrar en la catedral. Has estado durmiendo tres días.

El mundo da vueltas a una velocidad vertiginosa, Julián intenta incorporarse pero le es imposible. Casi se desmaya de nuevo.

–Tranquilo, descansa un poco más, te hemos mantenido en vigilancia constante y no hemos detectado ningún problema en tu organismo. Nuestra teoría es que has estado generando una cantidad exagerada de adrenalina para mantenerte despierto, aunque tus amigos nos han contado que dormías muchas horas. En cualquier caso, ya ha pasado todo.
Lo más llamativo es que a pesar de estar profundamente dormido, por las noches intentabas huir, por eso te hemos tenido que amarrar a la cama. Es increíble la fuerza que hacías para intentar escapar y que, sin embargo, no te despertaras. Te hemos estado medicando para mitigar esos sueños.

Pedro y Marina irrumpen de golpe en la habitación y le abrazan. No se han movido de su lado. Con ellos están los padres y la hermana Julián. Les avisaron en cuanto se produjo la hospitalización y vinieron lo antes posible para ver qué ocurría y ocuparse de él. Julián se emocionó al verles y, antes de volver a caer en un sueño profundo, pronunció tan solo cinco palabras: «Tengo que pasar el testigo».

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