Freelance

–¡Eh, eh! ¿Qué diablos estás haciendo?
–¿Cómo que qué estoy haciendo? ¿No lo ves? Voy a montarme en el coche.
–¿Estás tonto? ¿No ves que tienes los zapatos sucios? No puedes conducir con esos zapatos, vas a dejarlo todo perdido.
–Nos ha jodido, aquí, Don Limpio. Ni que fuera tu coche.
–A ver, pedazo de inútil, usa la cabeza. ¿Quieres que nos trinquen?
–Tío, tú has visto mucha televisión. Nadie nos va a trincar por un poco de barro en el suelo del coche.
–Gilipollas, no hablo del barro. ¿No ves que has pisado la sangre?
–¿Qué dices?
–¡Perdices! Tienes que deshacerte de esos zapatos con cuidado de no mancharte y de no manchar nada. ¡Menudo inútil estás hecho!
–Mira, me estás hartando ya. El coche es mío y estoy a nada de dejarte aquí tirado.
–Lo que vas a hacer es callarte esa boca que tienes, quitarte los zapatos y meterlos en una bolsa antes de empeorar las cosas. Después, me vas a dar las llaves del maldito coche, te vas a sentar en el asiento del copiloto y me vas a dejar conducir a mí. ¿Está claro?
–Que sí, joder. Lo que tú digas, que para eso eres el jefe.

Ilustración de inspiración en la década de 1970 de un coche de la época de color rojo anaranjado y dos hombres de pie a cada lado del vehículo.

En realidad, Paco no era el jefe, solo tenía más mala hostia. Sebas, en cambio, podría haber sido un buen tipo. Sin embargo, sus pocas luces y las malas compañías lo llevaron por senderos por los que nunca debió discurrir. El jefe, en caso de haberlo, estaba muy lejos de ese campo abandonado, lleno de maleza desbocada.

Llevaban ya un tiempo trabajando juntos. ¿Tres años? ¿Cuatro? Es difícil de calcular cuando todos los días se parecen tanto los unos a los otros. Además, con una pandemia de por medio, el tiempo se desdibuja y los días se agolpan unos sobre otros. Por suerte, eso ya era historia y la normalidad había vuelto a su cauce. Por su parte, Paco y Sebas se habían ido poniendo al día con todo su trabajo acumulado.

Justo ahora vuelven de completar una pequeña tarea que llevaba un par de meses en pendientes. Un pobre hombre que, después de dos años de intentar infructuosamente dejar de fumar, por fin podemos asegurar a ciencia cierta que nunca más volverá a llevarse un cigarrillo a los labios. Ni ninguna otra cosa, claro está.

¿Qué? ¿Que si son asesinos? Bueno, esa pregunta es un poco difícil de responder con un sí o con un no. Digamos que son un instrumento que permite a otras personas llevar a cabo acciones que, por el motivo que sea, prefieren externalizar. Sí, es posible que a veces tengan que matar a alguien, ¿pero acaso puede ser un asesino el cuchillo que apuñala a una persona? ¿O el asesino es la persona que empuja el cuchillo? En fin, un debate para los filósofos.

Como iba diciendo, Paco y Sebas están volviendo a Getafe después de completar, con aparente éxito, su último mandado. Una vez realizado el trabajo, solo queda enviar la prueba al cliente y cobrar la última parte del pago. También tienen que deshacerse de los zapatos de Sebas, claro, y de la pistola. Ya sabéis, no dejar cabos sueltos y todo eso.

La verdad es que no les corre ninguna prisa. Nadie va a descubrir el cadáver hasta mañana, como pronto, y una vez descubierto, nadie podrá conectar a la víctima con ellos. Sebas está convencido de que podría conservar sus zapatos y no pasaría nada. Quizá tenga razón, pero Paco no quiere dejar nada al azar y mañana quemará los zapatos.

De repente, un estruendo seguido de un temblor y traqueteo saca a los dos mercenarios de sus propios pensamientos: ha reventado una rueda.

–¡Me cago en todo lo cagable! –profiere Paco, cargado de rabia y frustración.
–Hemos pinchado. –explica Sebas con resignación.
–No me jodas, Sherlock. Pensaba que te habías tirado un cuesco. ¿Llevamos rueda de repuesto?
–Creo que sí, pero no sé si tendremos herramientas. Ahora te atornillan las ruedas con máquina y no hay manera de aflojarlas con una llave normal.
–¡Cojonudo! A ver qué hacemos. No podemos dejarnos ver aquí a estas horas, levantaríamos muchas sospechas.
–Vamos a intentarlo, ¿no? Quizá tengamos suerte.

Dicho y hecho. La extraña pareja se baja del coche y abre el maletero en busca de la rueda de recambio y las herramientas que pudieran tener. La suerte no les sonríe esta vez. Tienen gato y una llave para aflojar las tuercas, pero no hay ni rastro de ninguna rueda de repuesto. Están jodidos.

–Estamos jodidos, Sebas.
–Estamos jodidos, Paco. ¿Qué hacemos?
–Pues no nos queda otra, intentemos mover el coche tal como está. Apartémoslo de esta carreterucha y, con un poco de suerte, pasará desapercibido hasta que podamos volver.
–¿Pero cómo vamos a salir de aquí? ¡Estamos en medio de la nada!
–Nos tocará andar hasta Pinto y rezar para que nos coja algún taxi, Uber o similar.
–Tío, eso está a tomar por culo.
–No nos queda otra, compañero. Si nos quedamos aquí va a ser peor.

En realidad no es tan grave como Sebas cree, solo van a tener que andar una hora, quizá hora y cuarto. Gracias a los teléfonos y a las aplicaciones de hoy en día, no hay pérdida. Si hubieran tenido que usar una brújula y sus conocimientos del terreno, entonces sí que habría sido una auténtica calamidad.

También es verdad que andar una hora, a las cuatro de la madrugada, por una carretera local dejada de la mano de Dios no es plato de buen gusto para nadie. Si a eso le sumamos que tanto Sebas, que para colmo va descalzo, como Paco tienen menos fondo que la piscina de un niño pequeño, la caminata de apenas cuatro kilómetros se convierte en un viacrucis.

Sea como fuere, después de poco menos de una hora, llegan a un polígono de Pinto. Podría haber fauna propia de la noche, pero la verdad es que no hay ni un alma, absolutamente nadie. Buscan una placa con el nombre de la calle y un portal que venga con el número y empiezan a buscar un medio de transporte con diversas aplicaciones hasta que suena la flauta. “Su conductor está en camino”, lo han logrado.

Cuando se subieron al coche después de realizar la misión, creían que a las cuatro ya estaría cada uno en su casa y Dios en la de todos. Al final, acaban llegando los dos a casa de Paco cuando pasan cinco minutos de las cinco y media. Por si eso fuera poco, aún les queda decidir qué hacer con el coche de Sebas.

–Yo creo que lo mejor es quemarlo y que mañana denuncies la desaparición.
–¡No me jodas, Paco! Me quedaría sin coche y, además, nos situaría cerca de la zona del asesinato.
–Pues tú me dirás qué hacemos.

El cansancio empieza a imponerse a la adrenalina y los ánimos cada vez están más crispados. La verdad es que no hay una solución fácil a su problema. Lo ideal sería recuperar el coche, pero para eso necesitan remolcarlo hasta un taller. El problema es que no saben si alguien habrá visto el vehículo.

No se atreven a relajarse por miedo a quedarse fritos y empeorar la situación. En lugar de eso, llaman a un amigo que trabaja en un taller mecánico y le convencen para que les eche una mano. Eso sí, tendrán que esperar un poco más. Aprovechan el tiempo muerto para asearse, comer algo improvisado y cambiarse de ropa.

A eso de las seis y media, se presenta por fin el colega con una grúa de asistencia y les lleva hasta el lugar donde han dejado el coche. Parece que nadie ha pasado por ahí desde que ellos se fueron. Enganchan el coche y lo remolcan hasta el taller de su compinche improvisado, que les cobrará una cantidad bastante abultada por el servicio de grúa de emergencia y por una chapa y pintura adicional, por si las moscas.

A las ocho de la mañana por fin pueden dar el trabajo por finalizado y se despiden para irse a dormir, que falta les hace. Por la tarde se encargarán de ir a cobrar el último pago del que se ha convertido en el trabajo más accidentado de su carrera delincuencial. O eso creen.

Sebas iba por el segundo sueño cuando un estruendo le despierta de repente. Golpes y ruidos en el rellano de su casa. Cuando logra desperezarse lo suficiente para empezar a procesar los estímulos del mundo exterior que llegan a su cerebro, la policía ya ha tirado abajo la puerta de su apartamento y ha llegado a su dormitorio. Lo reducen violentamente, le esposan y se lo llevan en calzoncillos a un coche patrulla. Paco recibe la visita del brazo armado de la ley un par de horas más tarde. El resultado es parecido, pero al menos a él le han pillado vestido.

Al reconstruir los hechos de la noche anterior, descubren que en el proceso de intentar cambiar la rueda pinchada, a Sebas se le cayó la cartera. A partir de ahí, las fuerzas del orden tardaron muy poco tiempo en atar cabos y tirar del hilo. Si a eso le sumamos la colaboración de cierto operario de un taller mecánico, el resultado es que Paco y Sebas se enfrentan a una acusación de asesinato que podría acabar en una condena de 30 años de cárcel.

Por cosas como estas es importante hacer la revisión del vehículo cuando toca y asegurarse de llevar siempre una rueda de repuesto.

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