El Rebanapescuezos

Había aparecido otro. Con este caso ya eran cuatro las personas que habían sido asesinadas del mismo modo en España en un mes. Los cuatro habían sido decapitados limpiamente, probablemente con una espada extremadamente afilada, mientras estaban en sus casas.

Ilustración de estilo cómic manga de un guerrero ninja vestido de negro que sostiene una katana de doble hoja con ambas manos.

Primero fue Carlos P., 32 años, en Madrid. Descubrió el cuerpo uno de sus compañeros de piso horas después del fallecimiento. No se encontró el arma homicida y sus compañeros de piso, que se encontraban en el domicilio en el momento del asesinato, se convirtieron en los principales sospechosos.

Después fue Hamid B., 17 años, en Terrassa, Barcelona. Descubrió el cuerpo su madre, que se asustó porque Hamid llevaba demasiado tiempo en el baño. Tampoco se encontró el arma homicida y, aunque el modus operandi era idéntico al del caso de Madrid, no se llegó a relacionar.

La tercera fue María de los Ángeles F., 45 años, en Torrejón de Ardoz, Madrid. Vivía sola y tardaron días en encontrar el cadáver. Su familia, de Gijón, dio la voz de alarma porque la víctima no daba señales de vida y, cuando una patrulla de la Policía Nacional fue a comprobar la situación, encontraron al cuerpo decapitado en el sofá, empapado de sangre, y la cabeza en el suelo, tal como había caído. No se halló el arma homicida y se empezó a sospechar que el caso podía estar relacionado con el de Carlos P.

Después encontraron a Jerónimo V., 28 años, en Calahorra, La Rioja. Según la versión que dio su novia a la policía, la pareja estaba en el salón viendo una serie, ella fue un momento a la cocina a por una cerveza y, cuando regresó al salón, se encontró a Jerónimo sin cabeza y sangrando profusamente.

Cuatro víctimas asesinadas del mismo modo en varios puntos de la geografía española hicieron saltar las alarmas del Ministerio de Interior y asignaron el caso a un operativo especial creado ad hoc para la ocasión. Los perfiles de las víctimas no tenían ninguna relación aparente, por lo que iba a ser complicado dar con el asesino, o asesinos, que estaban detrás de estas muertes misteriosas.

Leopoldo Segovia estaba al mando del operativo. Se trataba de un comisario veterano que acumulaba un expediente largo e impoluto nutrido de casos resueltos satisfactoriamente. Le habían montado un equipo con las mentes más brillantes del cuerpo, pero Leopoldo era un lobo solitario. Le gustaba ir por libre y recurrir a su equipo solo para que le hicieran las tediosas tareas de fondo, poco más. El peso de la investigación lo iba a cargar sobre sus propios hombros, como siempre. 

El primer paso era investigar a las dos víctimas de Madrid, por proximidad geográfica, para intentar averiguar el nexo de unión entre ambas. 

Carlos era analista programador en una empresa de software. Llevaba dos años trabajando en una empresa de plaza Castilla, los mismos años que llevaba compartiendo piso con Borja y David. Fuera del trabajo, Carlos era un obseso del deporte. Gimnasio, bicicleta, correr, escalada, lo que se terciara. También cuidaba mucho su alimentación para maximizar los efectos del deporte y que se notara en su musculatura.

María de los Ángeles, Angy, alternaba su trabajo en un estudio de arquitectura con su afición por la pintura. Se le daba bastante bien y tenía una pequeña tienda donde vendía los cuadros que pintaba. Su entorno personal y laboral la describía como una persona introvertida y hogareña.

Estos dos parecían no tener nada en común. Ni la edad, ni la profesión, ni el modo de vida, ni ningún conocido en común. Nada. Era el momento de dirigirse a Calahorra. Silvia, la novia de Jerónimo, le explicó al comisario que su novio era una persona normal. Hacía muy poco que se habían independizado y tenían pensado casarse en un futuro. Él trabajaba en la construcción, en la empresa de un tío de ella, y le iba bastante bien. No se metía en líos, le gustaba salir con la cuadrilla del pueblo, todo normal.

La última parada fue en Terrassa. La familia de Hamid estaba destrozada, sobre todo la madre. Hamid aún iba al instituto, hacía baloncesto como extraescolar y salía con sus amigos. Nada fuera de lo normal en un chico de 17 años que cursaba bachillerato.

Leopoldo estaba totalmente perdido y no sabía por dónde tirar. El único vínculo que compartían las cuatro víctimas era haber aparecido decapitadas en sus casas sin ningún rastro del asesino. Había llegado el momento de recurrir a la legión de subordinados que tenía a su cargo para que investigaran todo lo que pudieran de cada una de las víctimas: sus aficiones, sus rutinas, sus parientes, sus amigos, sus compañeros de trabajo, todo lo que se les ocurriera, por descabellado que pudiera parecer. Era vital encontrar qué unía los cuatro casos.

Por su parte, Leopoldo habló con los equipos de la científica que habían analizado los lugares de los crímenes con la esperanza de que pudieran arrojar algo de luz. Nada de nada. No habían encontrado nada fuera de lo normal. Sin embargo, una vez puestos en común los datos recopilados, se encontraban en condiciones de asegurar que el arma homicida debía ser la misma en los cuatro casos. Probablemente, el brazo ejecutor también lo fuera.

Tras una semana de investigación, todo lo que había logrado el equipo especial de la policía era estar más confundido que al principio. Por si eso fuera poco, había aparecido un nuevo cadáver decapitado en Jaén. Santiago P., de 58 años de edad, policía local.

Esta vez, el equipo de Leopoldo Segovia se encargó de tomar el caso desde el principio. Otra vez el mismo modus operandi, la misma arma homicida y ninguna pista. Santiago había llegado a su casa después del trabajo, se había dado una ducha y, mientras se vestía, alguien le rebanó el cuello limpiamente y su cabeza cayó al suelo segundos antes de que el resto del cuerpo la siguiera. Su mujer encontró el cuerpo, y la cabeza, minutos después de que se produjera el asesinato.

En este caso, sí había varios sospechosos que pudieran tener cuentas pendientes con la víctima, pero teniendo en cuenta que era la quinta de una serie, no parecía probable que se tratara de la obra de un ciudadano descontento por las multas de tráfico o los permisos de su local.

Leopoldo estaba cada vez más perdido. No entendía nada. No había relación entre ninguna de las víctimas. Habían llegado a analizar incluso sus horóscopos, si jugaban o no a la Bonoloto, sus grupos sanguíneos, si tenían o no tenían mascotas, si eran diestros o zurdos. Nada parecía conectar los cinco fallecidos, salvo una cosa. Los cinco asesinatos se habían producido en lunes. Además, cinco lunes consecutivos. Por fin habían encontrado algo a lo que agarrarse.

La actividad de esa semana en el equipo especial de la policía fue frenética. Sabían que si no lograban frenar al asesino suelto, el próximo lunes habría una nueva víctima. A pesar de que ya habían investigado todo lo investigable, redoblaron sus esfuerzos y ampliaron la dotación de agentes para evitar a toda costa que muriera otra persona. No lo consiguieron.

El lunes siguiente apareció un nuevo cuerpo descabezado, esta vez en Valladolid. Se trataba de Teresa S., una profesora de yoga de 30 años. Pasó otra semana sin ningún avance y descubrieron a la séptima víctima, otra mujer, Carolina S., de 41 años de edad, en Cáceres.

La frustración de Leopoldo forzó su dimisión. No se sentía con fuerzas para seguir. Estaba derrotado, abatido. Nada tenía sentido. ¿Cómo era posible que alguien estuviera decapitando a gente en sus casas sin dejar ni una sola pista? ¿Cómo elegía a sus víctimas? ¿Por qué lo hacía? ¿Y si todo era una pesadilla?

Tras la marcha de Leopoldo, el marrón de la investigación del cortacabezas fantasma recayó en Diego Caudete, más joven y con mucha menos experiencia que Leopoldo, pero con muchas ganas de destacar para ascender rápidamente en el escalafón. La verdad es que nadie más se veía con ganas de ocuparse de un caso que parecía imposible de resolver, por eso acabó en manos de un advenedizo en busca de un trampolín.

Sea por el aire nuevo de Diego o por casualidad, el caso es que el segundo día desde que tomó el cargo de la investigación hicieron un descubrimiento interesante que había pasado totalmente inadvertido al comisario Segovia. Las víctimas sí tenían un punto en común: todas eran usuarias activas de Twitter. Es más, tenían dos puntos en común, porque además de usar Twitter con asiduidad, todas veían y comentaban la misma serie. Una serie que, curiosamente, se publicaba en una plataforma de vídeo bajo demanda los lunes.

Aunque fuera una hipótesis descabellada, no tenían otro hilo del que tirar, así que investigaron los tuits de las víctimas. Descubrieron que todas ellas habían publicado al menos un tuit sobre la serie en cuestión el día en que fueron asesinadas. No solo eso, sino que los tuits previos a su asesinato contenían detalles de lo que sucedía en el episodio de ese mismo día, es decir, spoilers. Y, como guinda del pastel, esos tuits fatídicos tenían mucha repercusión en likes, retuits y comentarios. ¿Y si alguien estuviera asesinando a la gente que hace spoilers en Twitter?

Esa se convirtió en la teoría principal del caso, pero no era suficiente, ni mucho menos, para intentar encontrar al asesino. Se revisó la actividad de los tuits letales para ver si había usuarios en común en todos ellos. Se hizo una lista con los usuarios que habían interactuado con varios de esos tuits y se les fue investigando uno a uno. Además, se solicitó ayuda a Twitter para intentar averiguar quién había visto los tuits, aunque no interactuara con ellos.

Cuando llegó el octavo lunes, aún no habían podido dar con el asesino y, como era de esperar, apareció una octava víctima, Marcos L., 22 años, de Barcelona. Como suponían, antes de perder la cabeza había puesto un tuit con spoilers del episodio del día.

Ante la imposibilidad de localizar al asesino, decidieron priorizar la seguridad ciudadana y emitieron varios comunicados en varios medios pidiendo a los usuarios de Twitter que no publicaran nada de la serie del momento. Naturalmente, saber que había un asesino en serie que le cortaba la cabeza a los que tuiteaban spoilers tuvo varias repercusiones. La primera fue contribuir a aumentar la alarma social generada por el caso. La segunda se tradujo en multitud de mensajes en la conocida red social bromeando sobre el asunto y bautizando al homicida como El Rebanapescuezos. Y la tercera, y más preocupante, fue una moda viral que consistía, precisamente, en hacer justo lo que no se debería hacer: tuitear spoilers.

La desesperación de la policía les llevó a empezar a detener gente que había interactuado con uno o varios de los tuits que señalaron a las víctimas del Rebanapescuezos y a mantenerlos bajo custodia policial todo el lunes, con la esperanza de acertar con el asesino y evitar una nueva muerte.

No sirvió de nada, salvo quizá para exonerar a los detenidos. El noveno lunes se produjo un nuevo asesinato. Y por más que se esforzaron en evitarlo, el décimo lunes, también.

El caso nunca se logró esclarecer. Nadie sabe quién fue el asesino, ni cómo lograba cometer sus crímenes sin ser detectado. Por suerte, la serie acabó y, con ella, la leyenda del Rebanapescuezos.

Al menos, hasta la temporada siguiente.

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