Oh, Fortuna

Lucía andaba presurosa para intentar llegar a tiempo de coger el tren de las 19:22. Ya lo había perdido dos veces seguidas y volverlo a perder le apetecía tanto como que le amputaran un pie a mordiscos. Encima, había llovido y las aceras mojadas eran una trampa mortal para sus zapatos de medio tacón. Afortunadamente, llegó al andén a tiempo y de una pieza. Sin embargo, le hubiera dado igual llegar un poco más tarde, porque el tren venía con siete minutos de retraso.

Ilustración que muestra el anden de una estación con dos trenes detenidos, uno a cada lado del anden, y una multitud de pasajeros esperando a que abran las puertas para entrar.

Como siempre, el tren iba como una lata de sardinas y no le quedó más remedio que quedarse en la plataforma encajada entre la gente. A medida que se iban alejando de la capital, el vagón se iba vaciando y Lucía iba ganando espacio vital. Incluso encontró un asiento libre para ir sentada los últimos veinte minutos de trayecto.

Cuando llegó a destino, cogió el autobús y recorrió su ciudad otro cuarto de hora sentada al lado de un señor que ocupaba más espacio del que le correspondía. Llegó a su casa, exhausta, doce horas después de haber salido por la mañana, como cada día.

Lo primero que hizo fue ponerse ropa cómoda, coger una bolsa de patatas y una cerveza y echarse al sofá a descansar un poco viendo una serie. Tras el segundo capítulo, sacó fuerzas de flaqueza para recoger el lavavajillas, hacer la cena y preparar el tupper de la comida del día siguiente. Después de cenar, recogió la cocina y el salón y cayó rendida en la cama.

La mañana siguiente dio inicio a otro día igual a todos los demás, o eso creía ella. En ningún momento percibió ninguna señal que le indujera a creer que ese día no iba a ser un día normal. No escuchó ningún aviso por megafonía ni vio ningún cartel con letras luminosas. Sin embargo, mientras se sumía cada vez más profundamente en la monotonía cotidiana de su jornada laboral, el día dio un vuelco que trastocaría para siempre su vida entera.

Una clienta de avanzada edad estaba teniendo problemas para realizar un pago a través de Internet. Para estas cosas, normalmente, cuenta con su hijo o sus nietos, pero esta vez no podía recurrir a ellos porque quería darles una sorpresa. A pesar de que Lucía le había repetido varias veces que no podía ayudarla y que no debía ni quería conocer el número secreto de su tarjeta de crédito, la pobre mujer se lo había facilitado varias veces mientras intentaba realizar el pago. No contenta con eso, le había revelado también su contraseña de la web del banco, entre otra información igual de privada y delicada.

Al final, saltándose todos los protocolos, Lucía le había echado una mano a la pobre señora y la había ayudado a contratar un paquete vacacional para llevarse a su familia de crucero. Lo había hecho de buena fe, para evitar que la clienta siguiera esparciendo sus datos bancarios al primero que pillara y evitar así una estafa. Esa iba a ser su buena obra del día.

Claro que la vida está muy cara, y Lucía tiene que invertir casi doce horas al día entre su jornada laboral, los desplazamientos y la pausa para comer. Y total, por un sueldo de miseria que le da para pagar el alquiler y muy poco más. Además, ella no es una ladrona, solo es curiosa. ¿Qué puede pasar por echar una ojeadita a las cuentas de esa señora? Nadie tiene por qué saberlo, es solo por cotillear. Quizá le ha dado los datos mal, o quizá no los ha anotado bien en su libreta la segunda vez que le ha dicho la contraseña. Solo dar un vistazo, por el morbo de saber quién era esa mujer.

Intenta resistir la tentación, pero ya se sabe que la carne es débil, y la fuerza de voluntad aún puede serlo más. Lucía entra en la página web del banco de su clienta y rellena el formulario de acceso. ¿Pero cómo va a entrar en las cuentas de una perfecta desconocida? ¿Estamos locos? Si ella es una ciudadana ejemplar. El mayor acto delictivo que ha cometido en su vida ha sido colarse en un autobús sin pagar, en Roma, porque no hay revisores, todo el mundo lo hace, y además fue por la presión de grupo, de haber ido sola no lo hubiera hecho.

Claro que también ha mangado alguna que otra cosa en el súper, y ahí si iba sola, pero vamos, eso son nimiedades. Nada que ver con robarle a una vieja. Que a ver, ella no va a robar nada, solo tiene curiosidad. La curiosidad no es delito, ¿no? La usurpación de identidad sí, pero puede explicarlo, es parte del favor que le han pedido. No pasa nada, solo va a curiosear un poco y ya.

Pulsa el botón que reza “Entrar” y le aparece una página con el saldo y los últimos movimientos de la cuenta de la señora. María de la Asunción Arquetu, se llama. Asun para los amigos, supone. Lucía había fantaseado con la posibilidad de que fuera una señora asquerosamente rica y siente un pinchazo de decepción cuando ve que el saldo disponible es de poco más de cinco mil euros, que a ver, es bastante más de lo que tiene Lucía, pero imaginaba que una mujer capaz de llevarse a toda su familia de crucero tendría un buen capital.

Trastea un poco en la página del banco y llega a un apartado donde descubre el premio gordo. La cuenta que aparecía en la página inicial debe de ser la de gastos corrientes, porque nuestra buena amiga Asun tiene otra cuenta más con la friolera de más de 700 000 euros.

«¡Joder!» Lo ha exclamado en voz alta, le ha salido del alma, pero parece que nadie la ha oído o, en todo caso, nadie le ha prestado la más mínima atención. 700 000 euros son muchos euros. ¿Para qué puede necesitar una persona tan mayor esa enorme cantidad de dinero? Lucía está en la flor de la vida, malviviendo con un sueldo mísero y esa vieja que ya tiene la vida hecha nada en la abundancia. Qué injusto es el mundo, ¿verdad?

Accede a ver los movimientos y ve que hay muchas transferencias con los conceptos más variopintos. Traspasos a su cuenta principal, donaciones, alguna que otra domiciliación. El caso es que la cuenta tiene movimiento y, a juzgar por su edad y sus escasas dotes para el mundo digital, es bastante probable que un carguito más, de un importe moderado, no se note mucho. ¿Qué pasaría si, de repente, aparece una nueva transferencia con un concepto y un importe similar a alguna de las otras? ¿Se daría cuenta alguien?

Hace calor. O quizá es una subida de adrenalina. Le sudan las manos y nota un manojo de nervios reclamando la boca del estómago. Huele a riñón y un nota un deje de sabor acre en la boca. Se debate entre arriesgarse o no. ¿Y si la pillan? ¿Puede acabar en la cárcel? Seguro que sí, y ella en la cárcel no sabría manejarse, seguro que la rajan.

Claro que, ¿y si no la pillan? ¿Y si nadie se da cuenta? La vieja está forrada, si se traspasa mil quinientos eurillos de nada, ni lo va a notar. La cabeza le va a estallar, los nervios se propagan por todo el cuerpo. «Arriésgate, Lucía. No va a pasar nada.» «No lo hagas, vas a acabar compartiendo celda con gente muy peligrosa durante mucho tiempo.»

Mientras el debate se prolonga en su cabeza, que cada vez está más embotada por la presión, Lucía ya ha localizado el formulario de las transferencias y lo ha rellenado. Solo falta introducir su número de cuenta. Ha puesto de concepto «Donación retablo iglesia» y de destinatario «Sor Lucía», siguiendo el estilo de otras donaciones que había en el extracto. Cantidad: 1650 euros.

¿Vale la pena jugársela así por una cantidad equivalente a una paga extra? Lucía no las tiene todas consigo, pero ha ido a buscar su número de cuenta y lo ha introducido en el formulario. Queda tan solo el último paso, pulsar el botón Aceptar. «¿Lo hago o no lo hago?» se repite Lucía en un monólogo interior que no avanza en ninguna dirección.

«Qué coño, lo hago.» Aceptar. Aparece un icono en la pantalla que indica que se está tramitando la operación y en cosa de segundos aparece una ventana confirmando la transferencia. El daño está hecho. Le sorprende que no hayan mandado una alerta al móvil de Asun para validar el traspaso, se ha realizado y punto.

Vuelve a la pantalla de movimientos de la cuenta y ve que, efectivamente, está registrado el cargo de la donación de 1650 euros para el retablo de una iglesia inexistente. Cierra el navegador de golpe y la tensión que tenía acumulada la cae a los pies. «Enhorabuena, Lucía. Bienvenida al mundo del crimen.»

Al día siguiente, Lucía mira su propia cuenta bancaria y ahí aparece la transferencia. Este mes ha cobrado doble. A la euforia de haberse salido con la suya la acompaña una sensación de angustia. ¿Cuánto tardarán en darse cuenta? ¿Qué pasará cuándo la pillen?

Van pasando los días y nada. Todo sigue normal. Ni la Policía Nacional ni la Guardia Civil han ido a detenerla. Un mes da paso a otro, y a otro, y a otro más. Cuando ha pasado ya medio año sin ningún sobresalto, empieza a creerse de verdad que está a salvo. Nadie se ha dado cuenta.

El dinero que robó no es que le cambiara la vida por completo, pero le ayudó a andar más desahogada y poderse permitir alguna cosilla que anhelaba desde hacía tiempo. Ahora que por fin sentía que no había pasado nada, empezó a olvidar el asunto.

Aunque, bien pensado, si no se ha dado cuenta nadie, bien podría volverlo a hacer, ¿no? Busca la libreta de ese día, luego busca los datos que anotó y vuelve a acceder a la cuenta de María de la Asunción, esta vez más decidida. La cuenta especial ha bajado un poco desde la última vez que la vio, tampoco gran cosa. Entra a ver los movimientos y ve que hay tantos que habría que recorrer varias páginas de resultados hasta llegar al suyo. Respira aliviada.

Entre los cargos que va viendo en la pantalla, aparecen muchas donaciones, pagos a personas, alguna que otra domiciliación, como la otra vez. Ahora que se desenvuelve mejor como ladrona, analiza más detalladamente los movimientos y ve que fue bastante comedida la primera vez. Muchos pagos son de cantidades bastante superiores, incluso de cinco cifras, sin contar decimales.

Esta vez está más envalentonada, pero tampoco quiere levantar la liebre. Si roba cantidades relativamente pequeñas, será más complicado que alguien repare en ellas entre tanto importe abultado. Decide tentar la suerte con una cantidad más interesante y un concepto más ambiguo. 4000 euros de «Donativo» para Sor Lucía. Esta vez no duda, lo hace y punto.

Cuando recibe el dinero en su cuenta, le embarga la felicidad. Esto ya son palabras mayores. Sigue sin darle para comprarse una casa, pero es una gran ayuda para su día a día.

A medida que va pasando el tiempo sin noticias de las fuerzas del orden, Lucía se va relajando y convenciendo de que por fin ha tenido un golpe de suerte. Ahora que no va tan apurada, se anima a buscar otro trabajo que le permita disponer de más tiempo libre. No es fácil, pero acaba encontrando uno en su misma ciudad.

El salario es similar, pero gana en tiempo y ahorra en transporte. La vida le sonríe. Se adapta perfectamente a su nuevo trabajo, retoma el contacto con sus amigos, incluso se echa un novio y la cosa parece que promete. Deciden dar el paso e irse a vivir juntos. Entre el salario de los dos pueden permitirse un adosado a las afueras. Lo que queda del dinero de Asunción les da para pagar la fianza y los meses de mordida de la inmobiliaria.

Con el paso del tiempo, Lucía se queda embarazada. Es un niño. Años más tarde van a por la niña, pero vuelve a ser niño. Deciden que dos hijos ya son suficientes. Va pasando la vida y, aunque hay momentos de todo, en general son felices. Nadie sabrá nunca que esa felicidad se sustenta en el robo a una anciana.

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