El brillo carmesí que se hunde en las lomas del extremo más lejano del pueblo es el indicio fehaciente de que hay que apresurarse. Apenas restan unos minutos de claridad antes de que el sol termine de ponerse y la oscuridad inunde las calles adoquinadas y los campos de cultivo aledaños. Cuando eso ocurra, las criaturas de la noche saldrán de sus guaridas y recorrerán cada recoveco buscando su ansiada recompensa. ¡Hay de aquel que hallen desprevenido!

La tenue luz ambarina de las farolas se despierta tímida para intentar mitigar la negrura que se avecina. Mientras, los últimos rezagados se apresuran para resguardarse en el calor de sus hogares antes de que sea demasiado tarde. Los más osados se han pertrechado de toda suerte de artilugios, municiones y vituallas para enfrentarse a las criaturas que se acerquen a sus moradas. Los más temerosos intentan ocultarse en las entrañas de sus casas y rezan para pasar desapercibidos. La suerte está echada.
Los primeros minutos son los más largos. La espera se prolonga indefinidamente mientras los seres que recorren la oscuridad de la noche se esparcen por todas las calles y plazas del pueblo. Sabes que tarde o temprano llegarán a tu casa, ninguna amanecerá sin haber recibido la visita de la hueste nocturna, pero no sabes cuándo llegará la hora aciaga.
Lo más sensato es resguardarse entre las paredes de tu hogar sin hacer ruido, sin dar ninguna luz que sea visible desde el exterior, que la horda crea que la morada está deshabitada, al menos, por esta noche. Si no hay nadie dentro, no obtendrán ninguna recompensa.
Por eso te has encerrado a cal y canto en una habitación interior, con las persianas, las ventanas y las contraventanas bien cerradas. Aun así, la única fuente de iluminación que te has permitido encender es un viejo televisor que esperas que te distraiga de lo que ocurre ahí fuera. Con el volumen lo más bajo posible para no correr el riesgo de que sea audible desde la calle.
Tampoco has encendido la chimenea, pues el humo te delataría. Has preferido combatir el frío, que por suerte no es muy intenso, a base de mantas. Y para no delatarte en la cocina, vas a cenar un bocadillo de embutido que ya tienes listo en la mesilla de la habitación. Por si acaso, también has hecho acopio de agua y de patatas fritas y similares. Esta noche nada puede hacerte salir del fortín que has armado en la habitación más aislada de tu casa.
El primer embate llega al cabo de poco más de una hora desde el ocaso. El miedo te paraliza y no te atreves ni a coger el mando del televisor para quitar el volumen. Escuchas el ruido del tropel que se aproxima y te llega el eco de la visita que hacen a tus vecinos. Hay algún tipo de intercambio entre los entes infernales y los habitantes de la casa de enfrente que se prolonga durante varios minutos que parecen eternizarse.
Cuando se dan por satisfechas, las criaturas nocturnas intentan ganar acceso a tu vivienda mediante la puerta principal. Al ver que sus intentonas son infructuosas, rodean la casa y husmean en busca de rastros de actividad humana. Intentas agudizar el oído, pero no puedes oírles. De hecho, tan solo escuchas el latir de tu corazón, que te bombea desbocado en el pecho y hace retumbar tus sienes. Esperas que ellos tampoco puedan oírte a ti ni a tu televisor, aunque sabes que están cerca, peligrosamente cerca. Cuando por fin recuperas la capacidad motora, ya han marchado en busca de otra presa.
Sabes que volverán. Se distribuyen en pequeños grupos desperdigados que peinan toda la zona varias veces, de modo que todos puedan lograr sus recompensas y que no quede un palmo de pueblo sin visitar. Tal vez el aspecto de abandono de tu casa engañe a alguno de esos grupos, pero otros no se dejarán engatusar tan fácilmente y se aventurarán a indagar si hay o no hay humanos, como hizo el primer comando.
El estado de ansiedad provocado por la situación te abre el apetito. Atacas con ganas el bocadillo que habías preparado y abres una bolsa de patatas mientras miras sin prestar atención al programa que emite el televisor. Ni siquiera sabrías decir de cuál se trata, es tan solo un ruido de fondo que te ayuda a pasar la noche.
Cuando se produce el segundo asedio te notas mucho más preparado que en el primero. Lo primero que haces es dejar de masticar y quitar el volumen del televisor. Esta vez sí oyes el barullo que generan al intentar entrar en la casa, aunque es imposible discernir ninguna palabra. Este grupo se esmera menos y abandona sin perder tiempo en investigar los alrededores.
Al cabo de un rato, llega un tercer comando y dedica aún menos esfuerzo que el anterior. Todo hace pensar que las criaturas de la noche han saciado por fin su apetito y están listas para retirarse y volver a sus guaridas. Con un poco de suerte, en breve podrás levantar el fuerte y volver a hacer uso normal de tu casa. Al menos, hasta que llegue la siguiente noche de Halloween y los niños del pueblo vuelvan a salir a jugar al truco o trato.