Gato encerrado

Llevaba casi un mes buscando un nuevo sitio donde vivir. De momento, lo mejor que se podía permitir era un quinto sin ascensor de treinta y seis metros cuadrados. Eso sí, cerca del centro. Cuando vio el anuncio de una casa unifamiliar por más o menos el mismo dinero que costaba un apartamento tipo loft, no se lo pensó dos veces. Es verdad que estaba más alejada del centro, pero era una zona residencial agradable y bien comunicada. Incluso podría ir a trabajar en bici. Además, a juzgar por las fotos, el estado de conservación de la casa era sorprendentemente bueno. Hasta contaba con un pequeño jardín.

Ilustración de estilo cómic manga que muestra una hilera de cinco casas adosadas. La primera de ellas se muestra resaltada con un tono más rojo que las otras cuatro.

Mientras se dirigía hacia la dirección del inmueble, algo en su interior le recordaba que, cuando algo parece demasiado bueno para ser verdad, suele haber gato encerrado. ¿Cuál sería el truco esta vez? ¿Quizá las fotos correspondían a otra casa? ¿Se habría producido algún error y, «ya que se ha tomado la molestia de venir hasta aquí», le enseñarían alguna otra vivienda por un precio bastante superior? Pronto saldría de dudas.

Vista desde fuera, todo parecía correcto. Un adosado normal y corriente, de ladrillo visto combinado con un revestimiento ocre y tejado tradicional. El agente inmobiliario le estaba esperando en el pequeño distribuidor exterior que separaba el edificio de la acera. Se trataba de un señor de cuarenta y muchos o cincuenta y pocos, vestido sobriamente y bien peinado. Le estrechó la mano efusivamente mientras se presentaba y le daba la bienvenida al que podría convertirse en su nuevo hogar.

Por dentro, la casa le fascinó. Todo se encontraba en perfecto estado. Se notaba que no era de nueva construcción, pero no había nada que reclamase atención urgente. La cocina y el baño habían sido renovados recientemente. Se podía entrar a vivir directamente sin ningún problema, ni siquiera necesitaba una mano de pintura.

En la parte posterior, había un pequeño patio ajardinado que sí podría beneficiarse de algunas mejoras. Para empezar, convendría renovar la ocultación de los muros de separación con las parcelas colindantes, puesto que el actual se veía un poco ajado. También hacía falta arreglar un poco el césped, ya que se veía alguna que otra calva dispersa. Si al final se quedaba con la casa, quizá instalaría una barbacoa de obra o plantaría algún árbol.

Lucía se dio cuenta de que ya estaba imaginando su vida en ese lugar. Era la primera vez que pisaba esa casa, pero ya la sentía como un hogar. Estaba temiendo el mazazo que tenía que estar a punto de caer, ya que seguía convencida de que le aguardaba algún truco de la inmobiliaria. No era posible que esa casa tan bonita y acogedora tuviera un precio tan bajo.

No había trucos ni errores. El vendedor le confirmó tres veces el precio. No podía ser verdad, era incluso más barata que muchos de los pisos cochambrosos que había estado viendo por toda la ciudad. Cierto es que estaba un poco más alejado, pero la zona parecía buena. Quizá se tratara de otro tipo de estafa, pero no podía dejar pasar esa oportunidad, así que acabó firmando un acuerdo de compra.

El papeleo fue bastante fácil. Como el importe era bastante inferior al que se había fijado como máximo, todas las partes quedaron conformes y no hubo ningún problema. Una semana más tarde, Lucía era la nueva propietaria de la que iba a ser la casa de sus sueños.

«Hoy es el primer día del resto de mi vida.» Sí, es un cliché propio de una taza de desayuno o de la agenda de una influencer de moda. Así se siente Lucía cuando, una vez terminada la mudanza y recibidos los muebles más esenciales, se dispone a pasar la primera noche en su nuevo hogar.

Mañana tendrá tiempo para acabar de colocarlo y organizarlo todo, y el sábado dará una fiesta para celebrar su nueva independencia. Ya era hora. El último mes ha sido el más largo de su vida. De momento, lo único que le apetece es pedir comida a domicilio y ver una película repantingada en su nuevo sofá. Se decanta por un oriental y, para llegar al pedido mínimo, acaba pidiendo más de lo que va a poder comer.

Va saltando de plataforma en plataforma hasta que encuentra la comedia perfecta para la primera noche sola. Dispone los múltiples envases del chino sobre la mesita auxiliar del salón, protegida por un hule que, curiosamente, también proviene de China. Le da al play y empieza a cenar.

Apenas ha dado unos bocados cuando un ruido le sobresalta. Ya están los vecinos de arriba arrastrando muebles. Menudas horas. Espera. ¿Qué vecinos? Arriba no hay nadie. Habrán sido los vecinos de al lado, así que no le da mayor importancia y sigue a lo suyo. Hasta que vuelve a oír ruidos, esta vez parecen pasos. Alguien está yendo y viniendo en el dormitorio de arriba, marcando el paso con los tacones golpeando contra el suelo entarimado.

Le entra miedo. ¿Y si ha entrado alguien en casa? Aunque, bien pensado, si se trata de un ladrón, ha tenido que darse cuenta de que está ella en casa. ¿Por qué se dedica a ir y venir así? Es más, ¿qué clase de delincuente entra en una casa ajena con tacones? Hace de tripas corazón y, tras una breve parada en la cocina para armarse con el cuchillo más contundente que encuentra, sube a la planta de arriba y recorre todas las habitaciones en busca del ladrón del taconeo.

Como era de esperar, no hay absolutamente nadie. Vuelve a revisar infructuosamente habitación por habitación, mirando en los armarios, bajo las camas, buscando cualquier recoveco donde pueda ocultarse un intruso. Repite la operación en la planta de abajo, incluyendo el garaje, pero nada, ni rastro de personas ajenas a la obra. Vuelve al salón y retoma cena y película.

Al cabo de un rato, oye un estruendo de cristales rotos proveniente de la cocina. Empieza a estar un poco harta de la situación. Vale que es la primera noche que pasa sola en muchos años, pero ella nunca ha sido miedica, ni siquiera de pequeña. Esto ya pasa de castaño oscuro. Decide no hacer caso a los ruidos y seguir a lo suyo.

De repente, se apaga la luz y el televisor. «¡Joder! ¡Y ahora qué!» Un apagón. Repasa mentalmente si ha hecho todos los pasos para el cambio de titularidad de la electricidad y se asegura a sí misma que sí, que todo está en orden. Va a mirar por la ventana si está toda la calle igual, pero a la que reúne fuerzas para levantarse del sofá, vuelve la luz. Le parece escuchar una risita en la lejanía, pero no puede ser, la tele aún no está emitiendo nada.

A lo largo de la noche se van produciendo fenómenos así y Lucía cada vez está más harta. «A ver si va a estar encantada la casa. Estaría bueno.» De todos modos, llega un momento en el que decide que ya está bien de tanta tontería y se va a dormir. Y si hay fantasmas, pues que fantasmeen.

Al día siguiente, le despierta el teléfono fijo. Es muy extraño porque no se lo ha dado a nadie aún. Es más, ni siquiera tenía intención de usarlo, con el móvil se basta. Será un teleoperador que la ha despertado a las ocho y media de la mañana. Empezamos bien el día. Lo deja sonar y se queda un rato más en la cama, sacudiéndose la pereza de encima y haciendo acopio de energías para terminar de acomodar la casa.

Cuando baja a desayunar, encuentra la cocina hecha un desastre. La vajilla rota, los cubiertos desperdigados de cualquier manera, la nevera con la puerta abierta y la comida que había comprado esparcida por el suelo de la cocina. «¿Qué coño está pasando.»

Llama a la policía para dar parte y no toca nada para no dañar la escena, como en las películas. Sin embargo, los agentes que se acercan a su casa se limitan a decirle que toman nota y que se asegure de cerrar bien puertas y ventanas. También le recomiendan cambiar la cerradura e instalar una alarma. No parece que vaya a haber mucha investigación sobre el asunto.

Antes de ponerse con las tareas que había planificado para hoy, le toca recoger y limpiar el desastre de la cocina e ir al supermercado para reabastecerse. Una vez solucionado el cocinagate y tras haber comprobado que el resto de la casa está perfectamente, llama a un cerrajero para cambiar todas las cerraduras y empieza a colocar, ordenar y limpiar.

Cuando llega la noche, Lucía está reventada. Ha logrado completar todo lo que se había propuesto, pero no le ha quedado tiempo para nada más. Solo ha salido de casa para ir al supermercado y ahora está demasiado cansada para salir. Se prepara algo de cenar e intenta retomar la película que ayer dejó a medias.

A eso de las diez de la noche, vuelve a empezar la función. Primero, el sonido de muebles que se arrastran. Después, el taconeo. A continuación, los platos rotos. Esta vez no llega a irse la luz. En lugar de eso, se escuchan un par de portazos. Lucía no está para tonterías. Sea quien sea el que se está echando unas risas a su costa, ya se cansará.

Termina de ver la película y se pone otra. Quiere ver qué más entra en el espectáculo nocturno de su nuevo hogar. No ocurre nada espectacular, tan solo ruidos varios y una corriente furtiva de aire frío. No hay show de luces, ni apariciones, ni objetos que se mueven solos. En cierto modo, se siente hasta decepcionada. A la vista del éxito, decide irse a dormir.

El día siguiente amanece con normalidad. Ni llamadas intempestivas ni vandalismo. Después de tomarse el primer café del día, se da una ducha bien caliente. No sale sangre del grifo ni nada, solo agua caliente. Qué aburrimiento. Eso sí, cuando sale de la ducha, ve que en el espejo del baño, alguien ha aprovechado el vaho para dejarle un mensaje con el dedo: «LARGO»

–Pero, a ver, alma de cántaro. «Largo» de alargado o de que me largue. Si me vas a dejar mensajitos para asustarme, ponlos claritos para que los entienda –dice Lucía con un tonito de superioridad que irritaría al más pintado.

A modo de respuesta, vuelve a activarse la ducha, como si alguien hubiera abierto el grifo del agua caliente al máximo, y se acumula una gran concentración de vapor de agua en el baño. Lucía abre la puerta para que entre algo de aire y pueda salir el vaho.

En tiempo real, delante de sus ojos, alguien o algo escribe en el espejo empañado, letra a letra, «QUE TE VAYAS». Eso la ha acojonado un poco, las cosas como son, pero no está dispuesta a dejarse amilanar y vuelve a responder en voz alta a las sutilezas del espectro.

–Así que esas tenemos, ¿no? Pues mira, a mí las películas de miedo siempre me han parecido una gilipollez como la copa de un pino. Esta es mi casa y de aquí no me echa ni Dios. ¿Estamos?

El tonito de superioridad se ha convertido en un tono agresivo amenazador. No sabe a qué se enfrenta, pero le da igual. La casa le encanta, ha sido un chollo y puede pagar la hipoteca holgadamente. Ni fantasmas ni fantasmos. No se piensa ir.

Al parecer, el ente misterioso que quiere desalojar a la legítima propietaria de la vivienda ante los ojos de la legislación española no está del todo conforme con la postura adoptada por la que considera una intrusa. Para hacer notar su rotundo desacuerdo, hace estallar el espejo hacía afuera, de modo que varias astillas de vidrio laceran la piel de la inquilina. Por suerte para ella, solo son cortes superficiales, más aparatosos que peligrosos.

Lucía lo tiene claro. A testaruda no le gana nadie. Se limpia las heridas como buenamente puede, se viste y sale a la calle. No para huir del ente misterioso que ocupa su casa, sino para buscar una solución. No sabe a quién acudir para que le asesore, así que recurre a alguien que nunca le ha fallado, su amiga Puri.

–Oye, Puri, ¿cómo te pillo?
–Pues bastante liada, la verdad. Estoy sola en la peluquería y se me acumula el trabajo. Hoy no te puedo coger.
–No, tranquila, no es por eso, es por comentarte un asuntillo.
–Ven si quieres y me cuentas, pero tendrá que ser mientras trabajo. Vamos, que si quieres que quede entre tú y yo, mejor que sea por la noche, si vienes ahora se entera todo el barrio.
–Eso da igual, me paso y te cuento.

Tarda un buen rato en llegar a la peluquería de su amiga. De hecho, Puri era amiga de su madre, pero Lucía siempre la ha considerado como una tía y, desde que se quedó huérfana, como una segunda madre. Le explica a grandes rasgos la situación a la que se enfrenta y deja que Puri y sus parroquianas le asesoren sobre cómo actuar.

El consenso general es que lo mejor sería irse de esa casa y buscarse otro sitio, pero como eso no parece ser viable económicamente, le acaban dando dos consejos distintos: Puri insiste en que vaya a ver al cura. Maite e Isa, en cambio, confían en una chica que lee el Tarot y hace «trabajos». Ninguna de las dos opciones parece fiable, pero lo de la brujería suena más divertido que ir a hablar con un cura, así que allá que va.

Katrina es una chica joven, tan joven que despierta suspicacia en Lucía. Además, no tiene el aspecto que Lucía considera que una santera debería tener, quizá porque nadie dijo en ningún momento que Katrina fuera santera. Más que bruja, parece una chica que trabaja en un herbolario y que ha aprendido a tirar el Tarot a través de tutoriales de YouTube. Y lo parece porque esa es exactamente la trayectoria profesional de Katrina, cuyo nombre real es María José.

De todos modos, le cuenta su problema a la joven hechicera a ver si suena la flauta. Katrina la escucha nerviosa y duda bastante con las soluciones que le da. Se nota que no tiene mucha experiencia en casos de ocupación paranormal de morada. Acaba recetándole un antídoto a base de hierbas y unos cánticos que encuentra en una página web. Lucía los acepta con la resignación de quien ha perdido el tiempo y no tiene ganas ni de quejarse. El combinado herbal y la hoja impresa con los cánticos acaban hechos un guiñapo en la primera papelera que encuentra.

Piensa en acercarse a alguna iglesia para hablar con el párroco, a ver si por ahí hay más suerte, pero considera que ya ha dado bastantes vueltas y que lo más probable es que el resultado sea el mismo que en la tienda de Katrina, así que se vuelve a casa dispuesta a lidiar a su manera con la presencia que invade su casa. Algo se le ocurrirá.

Cuando vuelve a casa no hay ningún rastro de actividades paranormales producidas en su ausencia. Se abre un vino y, entre copa y copa, busca en Internet toda la documentación que puede sobre fenómenos poltergeist. Las opiniones más frecuentes coinciden que se trata de espíritus en tránsito, es decir, gente que murió con alguna cuenta pendiente y se aferra tanto al resquemor que no se permite alcanzar el descanso eterno. O eso, o que se dan más importancia que Don Rodrigo en la horca y tienen que seguir reclamando casito después de morir.

En cuanto a soluciones, las hay para todos los gustos: rezos, pócimas, inciensos, círculos mágicos, velas, de todo. Lucía nunca ha creído en nada de eso, pero ahora que está viviendo en sus carnes todo el esplendor del mundo esotérico, no le queda más remedio que confiar en dar con una solución.

Cuando cae la noche y empieza a escuchar el tradicional ruido de muebles arrastrándose por el suelo, decide emprender una vía diplomática y preguntarle directamente al bicho qué se le ofrece.

–Vamos a ver. ¿Qué quieres?

La misteriosa presencia incorpórea presta oídos sordos a la pregunta de la hastiada inquilina y sigue con el runrún de los muebles. Lucía se carga de paciencia y busca en su interior el modo más asertivo para comunicarse con el presunto fantasma.

–En Internet dicen que eres un espíritu en tránsito y que no me dejarás en paz hasta que termines la tarea que dejaste a medias. Vamos a llevarnos bien. Yo te ayudo con lo tuyo y tú te vas al más allá y me dejas tranquila. ¿Vale?

El ruido se detiene. Lucía retoma el hilo.

–Esta mañana has podido escribir en el espejo. ¿Qué te parece si probamos el truco de la escritura automática? Lo digo porque es mucho más rápido que una ouija o jugar a las preguntas. Si te parece bien, da dos golpes. Si te parece mal, da solo uno.

¡Bam! ¡Bam!

–De acuerdo. Voy a por un cuaderno y un boli y nos ponemos a ello.

Dicho y hecho. Lucía busca un cuaderno a medio usar de cuando iba a clases de inglés y un bolígrafo Bic azul, el único que usa. Cuando está preparada, se lo hace saber al ente misterioso de la casa.

De repente, se despierta. No tiene conciencia de haberse dormido en ningún momento, pero está claro que ha perdido la conciencia durante un rato porque delante suyo puede ver que ha escrito algo en su cuaderno que no recuerda haber escrito. A ver si en lugar de un fantasma lo que pasa es que ha perdido la chaveta.

Cuando lee lo que ha escrito mientras estaba en trance no se lo puede creer. Ahora entiende por qué el alma de ese señor se quedó encallada entre el mundo de los vivos y el que venga a continuación. Un asunto así de grave no podía quedar sin resolver. ¿Cómo se iba a ir tranquilo el muchacho de este plano de existencia sin dejar claro que él tenía razón y que los demás estaban equivocados?

No le gusta nada lo que le pide el fantasma, pero aún le gusta menos no poder hacer pleno uso y disfrute de su casa, así que acepta. Se crea una cuenta de correo electrónico con el nombre del alma en pena y manda tres mensajes distintos a tres personas distintas. Se imagina la cara que pondrán los destinatarios al recibir un mensaje desde el más allá y espera que no les resulte demasiado traumático. Ella no puede hacer más.

Ahora que Lucía ha cumplido su parte del trato, le toca hacer lo propio al fantasma. A partir de ese día, ya no ha habido más ruidos ni ninguna otra cosa fuera de lo común. El único recuerdo que queda del espectro es la conversación que sigue manteniendo con el destinatario de uno de los mensajes de correo electrónico.

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