Narcís

No somos nada. Con lo que había sido Narcís y mira cuánta gente ha venido a su funeral. Veinte personas, si llega. Creo que soy el único que no es de la familia. A sus hijos los conozco, con los nietos ya me pierdo. Esa señora debía de ser la cuidadora, o alguien allegado a alguno de sus hijos. Ya solo quedo yo. Ley de vida, supongo.

Ilustración de un funeral en un cementerio abierto con lápidas en el suelo. A pesar de ser de día, la niebla enturbia la imagen. Aparecen tres personas vestidas de negro y dos personas con abrigo azul.

Menudas juergas nos habíamos pegado de jóvenes, eh, Narcís. Con Paquita, Júlia, Valentí, Mari y los demás. Aún me acuerdo cuando nos fuimos a esa cueva cerca de Begur. Qué bien lo pasamos, qué libres nos sentíamos. Creo que ahí es donde encargaste a tu hijo mayor. O quizá no, quizá fue en la casa que tenían los padres de Paquita en Calonge. Me bailan los recuerdos, amigo.

Los jóvenes de ahora no valoran estas cosas. Están todo el día con las pantallas. Y siempre tienen prisa. No les preguntes si un árbol es un alcornoque o un roble, no tienen ni idea. Y la música que escuchan, que no se entiende nada. Y las chicas. Qué vergüenza, las chicas.

Pero basta de quejarme, que estoy hecho un cascarrabias. Si te acabas de ir, como quien dice. Te estoy hablando como si llevaras muerto 20 años. Claro que, bien pensado, últimamente no te enterabas mucho de nada.

Tú no te acordarás, pero la última vez que nos vimos fue hace ya cinco o seis años. Pobre, ya llevabas un tiempo ingresado. No me reconociste. Me tomaste por un médico, o un cura, o vete tú a saber. ¿Estás mejor ahora? ¿Hay realmente una vida después de la muerte? Espero que sí, echo mucho de menos a Paquita. Bueno, la verdad es que echar de menos es prácticamente lo único que hago a lo largo del día. Hasta en sueños, fíjate tú.

Cuando me enteré de tu muerte soñé con vosotros. Con nosotros, vaya. Estábamos en la playa. En el Port de la Selva o Llançà, por ahí. Éramos jóvenes, rebosantes de vida, de alegría, de despreocupación. Era una cala de piedras, estábamos solos, toda la cuadrilla, también Tere. ¿Te acuerdas de Tere?

Ahora que han pasado tantos años y solo quedo yo supongo que ya puedo decirlo. Lo que hicimos con Tere no estuvo bien. Eran otros tiempos, bien es cierto, pero ya en su momento sabíamos que no estuvo bien. Nunca hablamos de ello y ahora ya no tengo a nadie con quien hacerlo. ¿Te imaginas que se lo cuento a la terapeuta? Ay, Narcís, no nos entenderían.

A lo que iba, que me disperso. Cada vez es más difícil mantener el foco en una cosa. Es como si las ideas estuvieran hechas de agua y se derramaran unas sobre otras, mezclándose entre ellas. Perdóname si no puedo hilar todo lo que quiero decirte como antes, pero has de reconocer que ahora mismo tiempo es lo único que te sobra.

A lo que iba, decía. Estábamos todos en la playa, también Tere. Antes de lo que le hicimos, claro. Nos bañábamos, nos reíamos, cantábamos. ¿Te acuerdas de lo mucho que cantábamos de jóvenes? ¿Y los pelos que llevábamos? Quizá los jóvenes de ahora tampoco están tan mal, si lo pienso. Pues eso. Tampoco tiene más, el sueño. Un día de felicidad absoluta en la playa con los amigos.

Aunque algunas cosas no tenían sentido. Los sueños, ya se sabe. ¿Cuándo estuvimos todos juntos en la playa? Tampoco es que nos pasáramos el día entero en la playa. Íbamos un par de horitas, ¿no? Y tampoco éramos tan felices. Teníamos nuestras cosas también. Acuérdate del hermano de Paquita. Fue el primero en irse. Demasiado joven.

A quien no me quito de la cabeza es a Tere. Ya sé que de nada sirve lamentarse, pero me atormenta. No sé si será porque cada vez estoy más cerca de la muerte y tengo miedo de que me esté esperando. Si puedes verme desde el más allá te estarás riendo de mí. Aquí estoy, preocupado por si voy a pasar la eternidad en el cielo o en el infierno, con lo ateo que he sido siempre. Pues así estamos. La vejez, que es muy mala.

Y la soledad, no te voy a engañar. Desde que Paquita se marchó estoy muy solo, Narcís. Sí, estaban los amigos, pero quién quedaba ya. Tú estabas ingresado con Alzheimer y ni siquiera nos reconocías. Júlia, la pobre, murió poco después de Paquita. A Valentí le perdí la pista cuando se fue a Francia, no sé si seguirá vivo. Y el resto de nuestro grupo, en fin. Deben de quedar dos, con suerte, y no les veo desde hace… Mucho, Narcís.

Mi hijo, sí. Es verdad, tengo un hijo. Me llama, eso sí. Videollamadas de esas con el cacharrito. Me viene a ver, cuando puede. Pero los días se me amontonan. No tengo edad para apuntarme a clases de baile ni de hacer manualidades. Me bajo a Sant Antoni con el autobús y me voy a ver el mar. Os echo mucho de menos. Sobre todo a ti. Y a Paquita, claro.

Ahora me ha dado por beber, a mis años. Yo que nunca le tuve afición, ahora me bebo una botellita de vino al día. Claro que la culpa es del médico ese del centro de salud, que me dijo que beber vino era bueno para el corazón. «Un vaso solo», me dijo después. Ya, claro, a mis 87 años me voy a andar preocupando por eso. Además, tampoco es grave. Es solo vino, y una botella me da para todo el día. No me emborracho ni nada, solo un poco de sueño.

Dormir me viene bien, porque mato las horas. Parece raro, pero ahora que me queda poco tiempo en este mundo, lo que quiero es que pase rápido. Si me echo una siesta y me levanto al cabo de una hora, lo considero un logro. Una hora más que he logrado superar. Por la noche, en cambio, duermo mal.

Por las pesadillas, ¿sabes? Ahora a Tere le ha dado por atormentarme en mis sueños. ¿A ti también te pasaba? Nunca hablamos de ello, Narcís. Quizá deberíamos haberlo hecho. Intentar superarlo entre los cuatro. Lo que hicimos no estuvo bien. Y lo sabíamos, pero lo hicimos. Lo hicimos, y nos callamos.

Una vez, Paquita intentó sacar el tema. Estábamos solos ella y yo. Ella quería hablar de lo que hicimos con Tere, pero yo no quise. Ahora la entiendo, Narcís. Quizá Tere la atormentó a ella primero. No es que la culpe, claro. Tendría todo el derecho a echárnoslo en cara, a pedirnos una explicación.

¿Y qué podría yo decirle? ¿Que lo hicimos porque sí? ¿Porque pensamos que podía ser divertido? ¿Qué? Si cuanto más lo pienso, menos lo entiendo. ¿En qué momento se nos ocurrió? ¿Y a quién? Ya sé que es tomar el camino fácil, pero creo que la idea salió de ti. No te enfades, hombre. A ti se te ocurrió, pero lo llevamos a cabo entre los cuatro. Porque fuimos nosotros cuatro, ¿verdad? Juraría que Valentí y Mari no estaban, pero ya no me puedo fiar mucho de mis recuerdos.

Además, no podíamos imaginar cómo iba a acabar. Era una broma. Solo queríamos asustarla. ¿Cómo podíamos imaginar…? Se nos fue de las manos. Eso es lo que pasó. Queríamos gastarle una broma, pesada, eso sí, y se nos fue de las manos. Nunca fue nuestra intención hacerle daño. Hacerle tanto daño. Un poco de daño sí sabíamos que se iba a hacer. Pero no imaginamos que sería tan grave.

También es verdad que no la obligamos a nada. Lo hizo porque quisó. La pobre, estaba tan desesperada por entrar en nuestro grupo. Creo que estaba enamorada de ti. Quizá por eso Júlia no la soportaba. Bueno, no nos caía bien a ninguno. No era culpa suya, era por ser hija de quien era. Ahora que lo pienso, en su momento quizá nos convencimos a nosotros mismos de que era una venganza por lo que su familia había hecho en la posguerra. Pero no estuvo bien.

A veces me pongo en su lugar. Me imagino a mí en esa cueva. No lo hago adrede, claro, son las pesadillas. Sueño que me despierto en un sitio extraño y frío. La humedad cala mis huesos hasta el tuétano y entumece mis dedos. Tardo en hacerme una idea de dónde estoy y qué hago allí.

El frío y la resaca libran una feroz batalla dentro de mi cabeza. Yo soy la víctima colateral de unos obuses invisibles que estallan en mis sienes y amenazan con hacer implosionar mi cráneo. El mundo se tambalea y no soy capaz ni de incorporarme. Por si eso fuera poco, la oscuridad impenetrable y el tacto viscoso del suelo me van induciendo a un pánico cerval.

¿Dónde están los demás? Los recuerdos se suceden en mi mente entre destellos, como si fueran el brillo cegador que precede al estruendo de las explosiones. Ayer, creo que fue ayer, subimos hasta la cueva del Fraile para pasar una velada entre amigos. ¿Dónde se han metido?

Oigo un pitido incesante que no sé de dónde sale. Creo que proviene de mi interior. Así se debe sentir la olla exprés cuando desaloja el vapor. Grito, pero mi voz parece acolchada, como un eco. El pitido no me deja entender ni las palabras que grito. ¿Dónde están?

El abatimiento me vence y me quedo inerte en el mismo sitio donde me he despertado. Tengo mucha sed, y muchas ganas de orinar. Contra la sed no puedo hacer nada. Dejó de sujetar el esfínter y vacío la vejiga ahí mismo. Debería causarme repugnancia, pero agradezco el calor que me empapa el vientre y la parte alta de los muslos.

Al cabo de un rato me arrepiento. El calor se desvanece rápidamente y ahora el frío es más intenso. Tengo que hacer algo. No sé si es por el instinto de supervivencia o porque la resaca ha claudicado ante su gélido rival, pero logro incorporarme. Necesito hacer acopio de todas mis fuerzas para dar el segundo paso, ponerme en pie.

Levantarme no es fácil. No es solo que aún me dé vueltas la cabeza, es que la logística es complicada. Todo lo que hay a mi alrededor resbala y cuesta asirse con firmeza para coger impulso. Tropiezo y caigo más de una vez. Varias magulladuras después, logro mantenerme en pie.

Busco a tientas alguna mochila. O una linterna. O una cantimplora. Cualquier vestigio de humanidad. Todos mis esfuerzos son en vano. Tampoco logro orientarme. Aunque mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad, hay demasiada poca luz, solo veo algún que otro reflejo plateado.

Tengo que salir, pero apenas recuerdo el trayecto que seguimos ayer para llegar hasta aquí. Intentar trazarlo de nuevo en orden inverso es una tarea imposible. De todos modos, no tengo otra opción, así que me encomiendo a Santa Rita y me dispongo a buscar una salida apoyándome contra las paredes.

No puedo más. No sé cuánto rato llevo andando. El frío se ha apoderado de mí. Apenas noto las manos con las que voy palpando la pared de roca. Los pies están tan entumecidos que me he trastabillado muchas veces. Tengo la garganta tan seca que parece que esté tragando arena sin parar. No puedo más.

En el momento exacto en que desfallezco y caigo al suelo, me despierto sobresaltado y cubierto de un sudor tan frío como el sueño. Y lloro, Narcís. Lloro como un bebé. Si ves a Tere, pídele perdón. No estuvo bien lo que le hicimos.

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