El tren de medianoche

Lo que os voy a contar no lo sabe todo el mundo, así que os ruego que seáis discretos. Por si acaso, me reservaré algunos detalles. Al fin y al cabo, si esta información llegará al gran público, perdería su propósito. Todo dejaría de tener sentido.

Ilustración de un vagón de cola de un tren vintage sobre los raíles de una vía férrea. A través de la útima ventana del vagón podemos vislumbrar algunos pasajeros. En el exterior, una gran luna llena ilumina la escena.

Supongamos que estoy en Barcelona. Es de noche y la mayoría de comercios han bajado sus persianas. Más allá de los locales dedicados a la hostelería y restauración, solo quedan abiertas las tiendas de alimentación que no cierran en toda la noche. Sin embargo, aún es pronto. Ni siquiera han sonado las once.

Me dirijo a una estación de tren concreta, no os voy a decir cuál. Solo os diré que no es Sants. Por esa estación aún van a pasar muchos trenes, incluido el que debo tomar yo. Bueno, no sé si «deber» es el verbo adecuado. En todo caso, es el que voy a tomar.

Debo esperar a medianoche. Exactamente a las doce en punto un tren abrirá las puertas en un andén y yo me montaré en él. Pero no se trata de un tren normal, no os penséis. No es el típico tren con su horario y su itinerario previsto. Sí, lo anunciarán por megafonía como si fuera un servicio regular más, pero no os dejéis engañar. Es el tren de medianoche.

Lo voy a confesar, solo por esta vez. Estoy nervioso. Es la primera vez que lo intento, pero no puedo fracasar. He llegado pronto, así que tengo que hacer tiempo. Si hago trampa y llego al andén antes que el tren, todo habrá sido en vano. Tampoco puedo refugiarme en un bar, debo esperar en la calle y acceder a la estación con el tiempo justo de llegar al andén y montarme en el tren. Así son las reglas, no las he inventado yo.

Por suerte hace buen tiempo. Un tanto fresco, por la humedad del mar y eso, pero con pantalón largo y chaqueta de cuero se soporta bien. De hecho, hay multitud de gente en las dos terrazas que alcanzo a ver desde mi posición. En fin, diez minutos más.

Cuando están a punto de dar las doce, respiro hondo, cuento mentalmente hacia atrás desde cinco, suelto el aire y entro en la estación. No puedo mirar los carteles, tengo que encontrar la vía por instinto, así que voy tomando siempre el primer camino que veo. Naturalmente, salto el torno. No voy a pagar el billete. No tendría sentido.

El reloj de la estación indica que falta un minuto para las doce, pero en realidad faltan apenas unos segundos. El tren, como no podía ser de otro modo, está esperándome. Las puertas están cerradas y me fijo en el destino que se anuncia en un letrero luminoso. Me río por dentro.

¡Las doce! Se abren las puertas y me monto en el vagón. Está vacío, por supuesto. El breve instante que tardo desde la puerta hasta el asiento en el que me dejo caer coincide con el lapso de tiempo que las puertas permanecen abiertas. En el momento justo en el que mi culo se aposenta en la butaca, se cierran y el convoy inicia su marcha.

A partir de este momento, la situación se escapa completamente a mi control. No puedo anticipar nada de lo que pueda pasar. Lo que sí os puedo asegurar en este punto es que no se va a detener en la estación que aparece anunciada como próxima parada. Es más, probablemente ni siquiera pase por ella.

Entramos en un túnel y se apagan todas las luces, incluidas las de emergencia. La oscuridad es total. También lo es el silencio. Es extraño, porque normalmente los trenes hacen ruido. El contacto contra los raíles, el tambaleo de los vagones, esas cosas ferroviarias. No obstante, durante unos segundos, me sumerjo en una completa privación de estímulos visuales y auditivos.

Cuando salimos del túnel, vuelve la luz y el ruido. Y no solo el ruido propio del desplazamiento del tren, también hay ruido de gente. Ya no soy el único pasajero de este vagón. Ahora está repleto de personas de toda índole y condición. También ha cambiado el vagón en sí, y me apostaría el dinero que no tengo a que nos encontramos bastante lejos de Barcelona.

El tren tiene cierto aire vintage, como si fuera del principios del siglo XX. No lo es, obviamente, es tan solo un decorado, para mantener la ilusión. Todo el interior está forrado de madera, incluso los asientos. Sin embargo, están acolchados y resultan bastante cómodos.

En mi compartimento hay una señora vestida de época, como si estuviera recién salida de los años veinte del siglo pasado. Me fijo en el compartimento de al lado y veo que hay dos señores, uno vestido con vaqueros y una camisa de franela abierta encima de una camiseta blanca; el otro, con un traje completo de tres piezas.

Todos parecemos igual de sorprendidos. Quizá sea la primera vez para todos nosotros. El estupor generalizado da paso a un murmullo de voces y, finalmente, alguien da el paso y entabla la primera conversación. Una vez roto el hielo, el resto de pasajeros empezamos a hablar los unos con los otros.

Le sugiero a la mujer sentada delante de mí que nos unamos a los caballeros del compartimento de al lado. Ella acepta y pronto somos un grupo de cuatro desconocidos pegando la hebra.

Creo que no es necesario decir que la conversación que mantenemos es totalmente insustancial. Yo me presento con un nombre falso, imagino que los demás hacen lo mismo. No profundizamos demasiado en la vida de cada uno, nos limitamos a hablar de la primera tontería que nos viene a la cabeza. No es necesario crear lazos.

Pronto la conversación deriva en el viaje en sí. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué pretendemos lograr? ¿Dónde creemos que va a detenerse el tren? Es más, ¿va a algún sitio o, cuando termine el trayecto, volveremos todos al punto de partida? 

Es un tema de conversación fácil de mantener porque todos estamos realmente interesados en él. Estoy tan metido en nuestra pequeña charla que pierdo totalmente la noción del tiempo. Lo único que echo en falta es algo para beber y, ya puestos, también para picar. No se puede tener todo.

Cuando parece que el tema está a punto de agotarse y que vamos a tener que pensar en otra cosa de la que hablar, se nos une otro pasajero y volvemos a empezar. Cada uno expone de nuevo sus teorías sobre nuestra situación, y se añade la del recién llegado. Parece mentira lo fácil que resulta llenar las horas con tonterías.

De repente, alguien nos hace ver que el tren está aminorando la marcha. Nos aproximamos a una estación. No se anuncia de ningún modo y, cuando llegamos a ella, tampoco logro ver ningún cartel. El convoy se detiene y se abre la puerta. ¿Qué hago? ¿Bajo o no?

La estación está completamente desierta. Está en el exterior y solo se ve el andén que separa la vía de un único edificio que, sinceramente, es muy parecido a cualquier estación antigua de España. No tenía ni idea de que este tren efectuaba paradas, pero tiene todo el sentido del mundo, no me voy a quedar aquí toda la vida. ¿Será esta la única o habrá más? ¿Qué habrá en esa estación? Veo bajar a un grupo de cuatro personas, pero no les veo en la estación. Es como si al cruzar la puerta del vagón se esfumaran.

Mi indecisión dura el tiempo que tardan en bajar los cuatro pasajeros, puesto que a la que desaparece el último de ellos, las puertas se cierran y reemprendemos la marcha. Ya tenemos un nuevo tema de conversación.

El señor del traje nos anuncia su intención de bajar en la siguiente oportunidad. Los demás no lo vemos claro. Parece mentira, pero mi conocimiento sobre el tren de medianoche se limitaba a su existencia. No solo no tenía ni idea de qué me iba a encontrar en él, es que ni siquiera me lo había planteado. ¿Tal vez pensaba que era una leyenda, que me montaría en un tren normal y acabaría, qué sé yo, en Lleida o Tarragona?

La parada imprevista ha cambiado el ambiente. Se perciben unas notas de incertidumbre en el aire. Puede que todos hubiéramos dado por sentado que el tren iba del punto A al punto B y que nadie contara con la posibilidad de elegir el momento de apearse. ¿Y si es una prueba? Pero, ¿una prueba de qué? ¿o de quién?

Tomo la determinación de bajar yo también en la siguiente estación. Empiezo a notar como, poco a poco, me voy poniendo nervioso. La tensión propia del que espera que se produzca algo sin saber muy bien qué es lo que tiene que suceder. A medida que avanzamos hacia un destino desconocido, va aumentando mi estado de agitación.

Me levanto y ando un poco pasillo arriba y pasillo abajo. Me llegan retazos de las conversaciones de los demás pasajeros. Casi todas versan sobre el mismo asunto. El dichoso tren y sus paradas. Me llama la atención un grupo que, en lugar de eso, está jugando a las cartas. Intento preguntarles por lo que parece preocupar al resto del vagón, pero me mandan callar antes de que pueda articular más de dos palabras. Están concentrados en lo suyo.

Cuando noto que la velocidad vuelve a bajar, ando de vuelta al compartimento donde están mis improvisados compañeros de viaje. El señor de traje se levanta, se despide de la concurrencia y se dirige, convencido, hacia la puerta. Ha tomado la decisión de apearse y no va a dar marcha atrás. Me uno a él y veo que no somos los únicos que hemos decidido terminar ahí el trayecto. En total, somos ocho.

El tren se detiene en una estación que se me antoja totalmente idéntica a la anterior. Si hay alguna diferencia entre ellas, no soy capaz de encontrarla sin tener la otra para comparar. Trago saliva, respiro hondo y, cuando abren la puerta, me dispongo a salir.

Antes de mí, salen tres personas y las veo desvanecerse ante mis ojos. En el momento en que terminan de cruzar el umbral de la puerta, desaparecen de mi vista. Tengo miedo, pero ya he empezado a cruzar y es tarde para cambiar de idea. Salgo del vagón.

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