Onofre Velardoy, jubilado

Uno pensaría que nunca se es demasiado viejo para ejercer de mago, pero el Consejo Arcano de Valladolid, en cambio, tiene una opinión tan precisa como firme al respecto. 70 años, ese el umbral que no se debe rebasar para pertenecer a la Orden y ejercer la magia.

Imagen con estilo cómic manga del hall de una universidad. Hay un hombre de espaldas mirando las escaleras que dan acceso a una entreplanta y a una enorme portón. Tras el portón, se ve una sala que podría ser la biblioteca porque está repleta de estanterías llenas de libros. Hay dos personas al otro lado del portón.

Onofre Velardoy, gran maestre, cumplió su septuagésimo cumpleaños hace un par de meses. Le ha llegado el turno de retirarse y dejar paso a las nuevas hornadas de magos. Tras toda una vida de dedicación exclusiva a desenmarañar los hilos que tejen la realidad y a remendar y zurcir los descosidos del tiempo y el espacio, ahora se ve obligado a colgar la capa y el bastón.

Es una forma de hablar, por supuesto. Hace muchos años que los magos dejaron de usar capa y bastón. De hecho, cuando Onofre Velardoy fue admitido como aprendiz en la academia de Simancas, ni siquiera los maestres más viejos, que aún lucían capa, usaban bastón. Toda esa parafernalia fue desapareciendo con los siglos y, hoy en día, está todo informatizado. Los solemnes protocolos de antaño han quedado completamente sustituidos por la burocracia y los espacios virtuales.

Esta noche concluyen por fin los actos y homenajes derivados de su jubilación. A él le hubiera bastado un vino español en el patio de la academia, pero se empeñaron en celebrar una ceremonia solemne en el paraninfo. Hablaron los gerifaltes que le ponen en la calle cuando ha alcanzado el punto más alto de su carrera y aún le quedan energías para desempeñar sus funciones. Le regalaron una medalla y una estúpida placa. Mucha pompa para darle a una puntada en el trasero el aspecto de un besamanos.

Por si esa pantomima grotesca no bastaba, se sucedieron también multitud de agasajos en forma de almuerzos y cenas. Con los unos, con los otros, con los de más allá. En lo que a Velardoy concernía, podían irse todos a tomar viento. Para culminar la sutil ignominia, esta noche tenía lugar una cena de gran gala con los miembros del cónclave. Estuvo a punto de hacer un desplante y no presentarse, pero pensó que era mejor despedirse con dignidad de ese hatajo de brujos con aires de grandeza.

Como no podía ser de otro modo, el lugar de honor estaba reservado al homenajeado. A su izquierda, Don Ernesto de Sanmartín, padre supremo del Consejo Arcano de Valladolid, el mandamás. A su derecha, Don Rodrigo Valbermeja, rector de la Academia de Magia de Valladolid. Los otros comensales eran los ocho grandes maestres de la orden, incluida la joven Mencía Brágima, que había sustituido a Onofre Velardoy hacía menos de una semana y se había convertido en la primera mujer en ostentar el rango de gran maestre en el concilio vallisoletano.

El plan de Velardoy para su última cena entre magos era sencillo: beber mucho, hablar poco y retirarse pronto. El plan de Sanmartín, a parecer de Velardoy, era humillarle con sutilezas y dobles intenciones para sacarle de sus casillas. Sin embargo, uno no llega a lo más alto de la carrera mágica dejándose arrastrar a la confrontación con facilidad, dejaría hablar lo que quisieran a esos carcamales y les perdería de vista para siempre al finalizar la velada.

En el transcurso de la cena se suceden las alabanzas y las anécdotas. Teniendo en cuenta que la más joven de la mesa, a sus 54 años, baja ostensiblemente la media de edad, la retahíla de batallitas que deben ser narradas ocupan la mayor parte de la celebración.

Durante la copa de sobremesa, Sanmartín lanza un par de pullas a Velardoy, que las encaja con deportividad y se limita a responder asintiendo con la cabeza. Llegado el momento de despedirse, Onofre improvisa un breve discurso que cierra con una dedicatoria para el padre supremo recordándole que entrará en la setentena el año siguiente. Deja el tiempo justo para que sus antiguos compañeros le aplaudan, se despide de todos en general, le desea buena suerte a su sucesora y huye del restaurante sin prisas, pero con celeridad.


El día siguiente es raro. Lleva más de dos semanas oficialmente jubilado, pero no ha sido hasta esta mañana al abrir los ojos cuando ha sido consciente de la magnitud de su nueva situación. No es solo que ya no tenga que ir a trabajar nunca más, sino que, además, a partir de ahora tiene prohibido el uso de cualquier tipo de magia. No se le permite tampoco proseguir con sus investigaciones, que pueden ser retomadas por otras manos y otras mentes o caer en el olvido de las estanterías de la biblioteca de la academia. Ni siquiera sabe si le permitirían leer sus propias obras.

Se levanta tarde y cansado. Se prepara un café y una tostada con pereza, sin ganas. Ante él se abre un día entero sin absolutamente nada que hacer. Podría ordenar la casa, pero no le apetece. Debería ir a hacer la compra, pero se le antoja un esfuerzo titánico. ¿Una ducha? Eso parece sencillo, pero no tiene claro qué utilidad tendría si no tiene intención de salir de casa. Al final se decanta por echarse en la butaca del salón y encender la tele. La programación matutina le interesa tan poco como la de cualquier otra hora del día, pero resulta sorprendente lo rápido que avanza el tiempo con el murmullo de fondo de gente hablando de tonterías.

Un día da paso a otro, una semana lleva a la siguiente y así el tiempo va transcurriendo ajeno a la apatía de Onofre Velardoy, gran maestre retirado. La mayor parte de las horas nacen y mueren entre la cama y la butaca del salón, las menos sedentarias ven al antiguo mago dedicado a tareas mundanas como ir a comprar, asearse o prepararse la comida.

Cuando llega el día de su septuagésimo primer cumpleaños, Onofre se da cuenta de que los días son eternos, pero los años vuelan. En su recuerdo, parece que la cena de despedida hubiera sido apenas unos días atrás. No recuerda ningún día de los últimos diez meses. Cuando su vida tenía un propósito, sus días eran más cortos, pero llenaban los años de recuerdos. Ahora, vive en un presente infinito que no avanza hacia ningún lugar. Da igual si es martes, miércoles o domingo. No importa el mes ni la estación del año, todos los días son iguales.

Con lo que él había sido. Uno de los magos más reconocidos de Europa. No puede ser que todo lo que le quede en la vida sea languidecer y apagarse como un ascua entre cenizas. Debe sacudirse el frío, oxigenarse y que el rescoldo vuelva a arder con llama viva. Si no puede recurrir a la magia, deberá aprender a vivir de otro modo.

Lo primero que hace es apagar el televisor y levantarse de la butaca que se había convertido en un presidio voluntario. A continuación, se asea y se viste de forma presentable, sin estridencias. Sale a pasear por el centro de Valladolid sin ningún propósito concreto más allá de volver a formar parte del universo que le rodea, de convertirse de nuevo en un ciudadano activo.

En la calle Santiago, encuentra una agencia de viajes. No recuerda haber viajado nunca por placer. Había visto algo de mundo, pero siempre por cuestiones relacionadas con la magia. Además, dinero no le falta. Se propone embarcarse en el viaje más apetecible que le ofrezcan.

China suena muy tentadora. Una cultura milenaria en la que no ha tenido oportunidad de profundizar. Podría ser un viaje muy enriquecedor. Egipto nunca falla. Turquía, India, Nepal. Toda una vida dedicada al conocimiento y, aunque viviera otras diez, le quedarían cosas por descubrir. Sin embargo, debe dejar de lado su pasado esotérico. Debe dejar la magia y todo lo que la rodea atrás, así que acaba decantándose por un viaje organizado por la Toscana. Buena comida, buen vino y bonitos paisajes, la Ribera del Duero de Italia.


El primer día visitaron Florencia. Le encantó la galería de los Uffizi, pero aún le gustó más la ciudad en sí. Los puentes sobre el Arno, las plazas, el gentío, los bulevares, la comida. Incluso el helado, que nunca había sido de su devoción, tenía un sabor espectacular en la tierra de Dante.

El día siguiente se trasladaron a una villa a las afueras de San Gimignano, en la que se alojarían los ocho días siguientes. Se trata de una enorme casa renacentista reconvertida en alojamiento turístico. Los únicos huéspedes de la villa son el grupo de españoles con los que viaja Onofre, que ocupan cinco de las seis habitaciones disponibles.

En una de las habitaciones se aloja un matrimonio de Burgos con un hijo en edad escolar. Los padres deben tener poco más de cincuenta años. La mujer parece un poco más joven que el marido. En otra habitación se aloja una chica de Salamanca muy extrovertida que se llama Sara y trabaja de profesora de inglés en un instituto. 

En la habitación colindante hay una pareja de chicos, Jorge y Néstor, que aún no han cumplido los treinta y han empezado un negocio de algo tecnológico que Onofre no ha acabado de entender, a pesar de que lo han contado ya tres veces.

Otro dormitorio lo ocupa una señora de sesenta y tres años, natural de Badajoz, pero residente en Málaga, llamada Asunción. Y el último, claro está, es el de Onofre, que se presenta a sí mismo como profesor jubilado, sin dar demasiados detalles.

Desde la imponente mansión, pueden contemplar una amplia extensión de la campiña toscana. Se respira tranquilidad. El tiempo es agradable, no se escuchan ruidos, las vistas son un regalo para los sentidos. El mundo parece girar más lentamente desde los jardines del pequeño hotel rural.

Cada día hay actividades programadas. Las que le interesan al señor Velardoy son las visitas a los principales lugares de interés y, obviamente, las catas de vino. Tenía un esquema previo de lo que le apetecía hacer, pero una vez en Italia cree que será mejor dejarse llevar y unirse al grupo que se ha formado espontáneamente entre la familia burgalesa y la mujer mayor.

El cuarto día les llevan a visitar una serie de pueblos pintorescos. De regreso a San Gimignano, cae una intensa tormenta que hace que el joven conductor de la furgoneta que les transporta se ponga cada vez más nervioso. El pobre tiene muy poca visibilidad, pero no puede pararse a esperar que amaine porque no está claro si eso va a ocurrir pronto. No le queda más remedio que hacer de tripas corazón y seguir adelante con cautela.

En una curva, pega un volantazo con brusquedad. El suelo mojado impide que los neumáticos se agarren con firmeza y la inercia empuja al vehículo a deslizarse sobre el asfalto como un patinador haciendo acrobacias. Iban circulando por el carril del lado de la montaña, pero el desplazamiento les arrastra hacia el lado del barranco. El quitamiedos difícilmente podrá absorber el peso de la furgoneta.

Es inevitable. Impactan contra la delgada barrera metálica que separa la carretera del abismo y esta cede. Se precipitan al vacío. El vehículo rota verticalmente sobre su eje mientras cae cuesta abajo. Pronto empieza a rozar la pared, que frena la caída pero sacude violentamente el interior del habitáculo en cada choque.

Los ocupantes están presos del pánico. Sorprendentemente, nadie chilla. La tensión les mantiene sumidos en un mutismo que acrecienta los ruidos de la fricción de la carrocería contra la roca y del movimiento de los objetos que van rebotando dentro del vehículo.

De repente, la furgoneta está de nuevo circulando por la carretera. Todos están bien. Las abolladuras provocadas por la caída han desaparecido, todas las lunas están intactas. El conductor detiene el vehículo y mira al pasaje sin entender nada. El resto de ocupantes del vehículo están tan asombrados cómo él. ¿Ha sido un milagro?

Asunción, la señora de Badajoz que vive en Málaga, está convencida de que ha sido la Virgen de la Soledad, a la que no ha parado de invocar mentalmente desde antes incluso del volantazo. Los demás no lo tienen tan claro, pero coinciden en que se ha producido un milagro y han vuelto a nacer.

El resto del viaje se desarrolla sin incidencias remarcables y, una vez en la seguridad de la villa, todas las conversaciones de ahora en adelante estarán monopolizadas por el extraño suceso que han vivido. Incluso cuando hayan vuelto a sus hogares en España.

Por supuesto, Onofre Velardoy sabe que no ha sido ningún milagro. No puede contárselo a nadie, claro. Oficialmente la magia no existe. Además, él tiene prohibido ejercerla. Pero ya se sabe que las normas están para saltárselas, de vez en cuando.

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