Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, en la isla de Graj, moraba un temible monstruo que aterrorizaba a los isleños. Un animal de cuatro patas semejante a un lobo, pero tres veces más grande e increíblemente astuto. Se dice que tenía rubíes por ojos y que sus fauces podían quebrar la roca y el acero. Además, era tan veloz y vigoroso que podía cruzar la isla de extremo a extremo en pocas horas. Los caballos más veloces necesitaban dos días para cubrir ese recorrido.

En Graj, todos temían a Ruv, el lobo gigante. De él se decía que había devastado aldeas enteras, que había devorado millares de hombres, mujeres, niños y ancianos. Sin embargo, lo cierto es que todas esas historias se perdían en el recuerdo. Si bien no había un alma que no palideciera ante un atisbo de la bestia, nadie recordaba cuándo ni dónde habían avistado al lobo por última vez.
Sí, más o menos todos los meses había noticias de algún ganadero que había perdido media docena de ovejas o cabras, pero eran ataques sigilosos, sin que nadie llegara a ver al temible monstruo que diezmaba el ganado para saciar su apetito voraz.
Calma tensa. Creo que es el mejor modo de describir la vida en Graj. Quizá en las ciudades más grandes dedicaban menos tiempo a pensar en Ruv. Algunos incluso osaban decir que eso de un lobo gigante que asesinaba a la gente eran tan solo leyendas de pueblerinos, pero cuando se ponía el sol y la oscuridad reinaba en las calles, los que se las daban de más valientes corrían como los demás a resguardarse en sus hogares y asegurarse de que puertas y ventanas quedaban bien cerradas.
Un fatídico día, el conde de Graj recibió la peor de las noticias. Su amada hija, Aurora, había desaparecido. La doncella había cumplido la mayoría de edad tan solo unas semanas antes y la condesa estaba organizando una fiesta para que sus pretendientes pudieran hacer sus propuestas. Ahora, un monstruo había raptado a la doncella.
En cualquier otro lugar, se habría iniciado una investigación. Habrían buscado por toda la ciudad, por los alrededores. Habrían buscado pistas en el dormitorio de Aurora que ayudaran a entender qué había sucedido. En Graj no hacía falta. Siempre que ocurría algo nefasto, la mano de Ruv andaba detrás.
También es verdad que se hallaron huellas frescas de un lobo enorme en las inmediaciones del palacio condal. La guardia de Graj las siguió hasta un arroyo y ahí perdieron la pista. El conde enloqueció de rabia y promulgó un edicto sentenciando la muerte del monstruo. Todos los hombres armados a su servicio tenían ahora una única misión. Además, ofrecería una bolsa de diez mil doblones a quien le entregara la cabeza de la bestia.
Los meses siguientes transcurrieron entre interminables batidas de caza. Todos los que eran capaces de empuñar algún arma querían hacerse con el trofeo, aunque eso supusiera arriesgar la vida en una misión prácticamente imposible. Muchos fueron los que perdieron la vida o volvieron con graves heridas. La mayoría, sin haber llegado siquiera a ver a Ruv. No se suele hablar de los accidentes que se producen durante las cacerías de bestias sobrenaturales. La mayor parte de ellos se producen buscando rastros.
Sin embargo, no todas las pesquisas fueron en vano. Más de un caballero logró dar con la fiera, aunque muy pocos pudieron contarlo. La inusual cuantía del trofeo a ganar atrajo a cazafortunas de regiones lejanas. Cientos de mercenarios desembarcaban en la isla cada semana, todos con un único objetivo en mente.
En la última remesa de héroes de fortuna que llegó a Graj se hallaba Don Jacobo Gallardo, un caballero de reconocido prestigio que había servido con gran éxito en las huestes del Duque de Paxro en las batallas contra las tropas de Xar. Había obtenido licencia para dar caza a una temible bestia que había raptado a la hija del conde de Graj, pariente de la Duquesa de Paxro. Con él viajaba su compañero de armas y mano derecha, Gabriel Vargas, maestro arquero.
No perdieron tiempo en formalidades y, recién pisaron tierra firme, se pusieron manos a la obra. Ya habría tiempo de saludar a los señores de la isla cuando hubieran cumplido la misión. Hicieron acopio de provisiones y materiales y emprendieron la marcha en busca del ser atroz que había raptado a la hija del conde.
Tardaron dos días en dar con su guarida. Se trataba de una gruta escarpada de difícil acceso para los seres humanos. Ruv, en cambio, era tan ágil y conocía tan bien el terreno que podía entrar y salir sin dificultad. Planearon tenderle una trampa al lobo, pero el sensible olfato de la bestia les había detectado mucho antes de su llegada y fueron ellos los que acabaron emboscados.
La lucha fue encarnizada. El monstruo parecía salido del averno, su fuerza y su destreza superaban con creces la del más aguerrido luchador que jamás hubiera visto Don Jacobo. No obstante, su vida no era lo único que estaba en juego, también corría el riesgo de mancillar su honor de guerrero.
Con ese pensamiento en la cabeza, luchó sin tregua y soportó todos los embates que recibía. Gabriel le asistía desde la retaguardia lanzando flechas emponzoñadas a la temible fiera infernal. Sin embargo, el tupido cuero que cubría el cuerpo de la bestia repelía el acero de las flechas como si se trataran de gotas de agua salpicando hojas de parra.
Don Jacobo era increíblemente rápido para su envergadura, pero era imposible zafarse de todos los ataques de Ruv. Las garras del lobo segaron su carne en repetidas ocasiones. El caballero sangraba profusamente por el costado, la espalda y una pierna, pero el ardor de la batalla le impulsaba a seguir dando batalla y no ceder ni un milímetro.
Por su parte, Ruv recibía impertérrito el acero de la espada. Confiaba en la dureza de su piel y se concentraba en cercenar la carne de su atacante. La lluvia de flechas resultaba molesta y entorpecía sus ataques, pero tampoco le daba ninguna importancia porque se sabía inmune a los ataques humanos.
Con lo que no había contado era con lo que sucedió a continuación y sentenció la contienda definitivamente. Una de las flechas de Gabriel impactó en el rubí que tenía por ojo derecho y lo hizo estallar en mil pedazos. La confusión del momento frenó en seco al lobo y, como un resorte, Don Jacobo hundió su espada en el rubí del ojo izquierdo.
Al quedar cegado de ambos ojos, Ruv sufrió una transformación que dejó atónitos a los dos guerreros. Su tamaño menguó considerablemente hasta convertirse en un lobo normal y corriente. Rezumaba sangre por los ojos y su cuerpo se sacudió violentamente hasta quedar completamente inerte. Habían dado muerte a la bestia.
Entonces, un grito desgarrador rasgó el silencio: «¡Nooooooooo!»
Una doncella salió corriendo de la guarida del lobo y se arrodilló a su lado, intentando revivirlo. La mujer abrazó al lobo y lo meció mientras sus ojos derramaban chorros de lágrimas que se mezclaban con la sangre de Ruv.
–¿Sois la hija del conde? –preguntó Don Jacobo.
–Lo fui –respondió la doncella.
–¿Qué queréis decir? ¿Acaso ya no lo sois? –insistió Don Jacobo.
–No se puede vivir sin corazón –respondió–, y vosotros habéis dado muerte al mío.
Tras su última respuesta, Aurora desenfundó una daga de marfil que tenía escondida bajo sus faldas y se rajó el cuello longitudinalmente con la mano derecha. Cayó sobre su amado Ruv y le bañó con su sangre. Don Jacobo y Gabriel acudieron rápidamente a asistir a la doncella para evitar que se desangrara, pero sus intentos fueron en vano.
Con la bestia atroz convertida en el cadáver de un lobo mundano y la doncella muerta, no podían presentarse ante los condes de Graj. En lugar de eso, cavaron una fosa y enterraron ambos cuerpos. Se juraron no contar jamás lo que había sucedido y volvieron a Paxro con la intención de fingir no haber llegado a la isla.