Mencía siempre había tenido mucha imaginación. Desde bien pequeña, se inventaba todo tipo de historias cuando jugaba con sus muñecos y sus piezas de montar. Tan pronto era una princesa que debía luchar contra un peligroso dragón como una sagaz detective que debía desentrañar los entresijos de un misterioso robo.

A nadie le extrañaba que viera formas en las nubes y empezara a imaginar que eran personajes de alguno de sus cuentos. Quizá veía una nube que le recordaba el aspecto de un conejo. Con el viento, las nubes se esparcían, se juntaban o cambiaban de forma.
De repente, el conejo se convertía en un campesino arando con su azadón. Inmediatamente después aparecía un lobo, o quizá solo era un perro. El perro se fundía con su dueño y la escena cambiaba a algo totalmente distinto. Podía pasarse horas mirando el cielo y jugando a soñar despierta.
Lo bueno de ese juego es que no solo funcionaba con nubes. Muchas otras cosas ofrecían formas caprichosas con las que estimular su imaginación. El poso del Colacao que quedaba pegado al vaso, las baldosas del suelo de la casa de sus abuelos, las estrellas en una noche clara, incluso los desconchones o manchas de humedad que encontraba ocasionalmente en las paredes del barrio.
A medida que fue creciendo, las tareas cotidianas fueron ocupando cada vez una parte mayor de su tiempo. Dejó de jugar a buscar formas e inventarse historias para ir dando paso a pasatiempos nuevos. Además, sus amigas se reían de ella cuando les decía que veía cosas en los sitios más insospechados, así que aprendió muy pronto a guardárselo para sí misma.
De adulta, con una carrera terminada y un trabajo casi estable, no imaginaba que el juego de su infancia que había olvidado casi por completo le depararía una enorme sorpresa en el momento más inesperado. Concretamente, mientras se hallaba sentada en el retrete e intentaba hacer de vientre.
No es que tuviera problemas para evacuar, pero a veces tardaba un rato en empezar la función. A falta de un buen bote de champú para amenizar la espera, se había quedado absorta contemplando el alicatado del baño. Los azulejos imitaban el aspecto del granito y los distintos tonos de grises ligeramente tintados invitaban a buscar formas en ellos.
Entonces lo vio. No como cuando era pequeña. No encontró un patrón de manchas con un aspecto que hacía recordar a alguna cosa, no. Vio claramente una cara. Una cara con ojos, boca y nariz. Una cara con un contorno perfectamente delimitado y claroscuros que definían distintos niveles de profundidad. Una cara conectada a un cuerpo. Aunque el cuerpo no era tan perfectamente nítido como la cara. Tenía tronco y extremidades, sí, pero bastante toscos.
La cara parecía mirarla fijamente. ¿Solo lo parecía? Mencía estaba convencida de que no era una ilusión. Buscó la misma cara en el resto de azulejos, que deberían ser copias idénticas los unos de los otros, y no fue capaz de encontrarla. Solo había una cara y, sin lugar a dudas, estaba centrada en ella.
Un escalofrío recorrió su cuerpo y se le erizó todo el vello de su cuerpo. Incluso lo notó en el cuero cabelludo, era una sensación desagradable. Lo que sentía no era exactamente miedo. Por un lado le causaba apuro estar intentando cagar delante de esa cara misteriosa. Por otro lado, sentía una mezcla de asombro y curiosidad. ¿Qué era esa cara? ¿Era alguien? ¿De verdad podía verla? ¿Y comunicarse?
En cualquier caso, su cuerpo decidió que esas no eran la condiciones adecuadas para completar la tarea que había ido a realizar, así que Mencía se dio por vencida y pensó que sería mejor posponerlo para otro momento.
Por más que intentaba distraerse con otras cosas, no lograba quitarse la cara del baño de la cabeza. Volvió al cuarto de baño, se sentó en el retrete y buscó de nuevo la cara que le había trastocado el día. No la encontró. Había desaparecido. Por algún motivo, eso le perturbó más que si la hubiera encontrado.
Se sintió contrariada durante un par de días. Después se convenció de que todo habrían sido imaginaciones suyas y en una semana prácticamente ni lo recordaba. Además, como no se lo había contado a nadie, nadie podría recordárselo. Todo volvió a la normalidad, o eso parecía.
Un día, al salir del trabajo, cuando iba a coger el coche para volver a casa, volvió a ver la cara. Esta vez era la sombra que proyectaba un árbol en el suelo, pero era la misma cara. Era realmente sorprendente porque la más ligera brizna de aire habría sido suficiente para mecer las hojas del árbol y desdibujar la sombra que proyectaban. Además, ¿cómo se puede reconocer una cara sin facciones de verdad? Mencía no entendía nada.
Se quedó mirando la cara y volvió a tener la sensación de que la estaba observando. «¿Quién eres?», le preguntó. «¿Qué quieres de mí?» Pero la cara permanecía inmutable. Mencía se apresuró en alejarse del lugar y alcanzar su coche. Una vez dentro, en el salpicadero, volvió a ver la cara. Esta vez ni siquiera había nada que justificara su presencia ahí. Ni manchas, ni sombras, ni dibujos. Nada. Pero ahí estaba la cara, con su mirada fija en Mencía.
Cerró los ojos. Respiró profundamente tres veces, llenando bien los pulmones y espirando lentamente para volverlos a vaciar. Se calmó y volvió a abrir los ojos. La cara seguía ahí, pero esta vez se le antojó más amistosa. Quizá se había resignado a tenerla a su alrededor.
Entonces, cuando nada parecía tener sentido, la cara se movió y, para mayor asombro de la pobre Mencía, habló con una voz masculina y sorprendentemente nítida para salir de un ente incorpóreo. Tan solo pronunció una palabra, dos veces: «Urueña.»
Acto seguido, la cara se desvaneció y dejó un vacío que se apresuró a rellenar la estupefacción de Mencía. Ahora la cara hablaba. Hay que joderse. Eso sí, no se prodigaba en explicaciones. Era más bien parca en palabras. «Urueña», el pueblo de la provincia de Valladolid que alberga la Villa del Libro. ¿Qué se supone que tenía que hacer ahora? ¿Ir hasta ahí?
No le quedaba otra. Si quería resolver el enigma de la cara misteriosa, lo mejor sería acercarse hasta allí en busca de pistas. El pueblo le quedaba bastante cerca, a poco menos de media hora, así que no se lo pensó dos veces y condujo su coche hasta ahí.
Urueña es un pueblo amurallado en lo alto de un montículo. Mencía aparcó en la zona donde solía aparcar cuando iba a ver las librerías y se puso a dar un paseo por el casco urbano. Hacía un día estupendo para estar en la calle. Despejado, pero no demasiado caluroso para ser junio.
Como no tenía claro qué se suponía que debía hacer en Urueña, fue recorriendo las librerías que dan vida a ese pequeño municipio de doscientos habitantes. Al salir de una de ellas, un hombre la abordó y se dirigió a ella como si la conociera.
Era un señor alto y enjuto, de facciones marcadas y cejas pobladas. Su pelo gris se desbocaba de su cabeza y le daba un aspecto de músico loco o de algún otro tipo de artista. Era difícil situar su edad. Tanto podía tener cuarenta y muchos como sesenta y pocos. Su voz sonaba firme y grave.
–Buenas tardes, Mencía. Te estábamos esperando.
–¿Quién es usted? –preguntó Mencía.
–Mi nombre es Ginés Calamocha, soy maestre en la Academia de Magia de Valladolid. Mis compañeros nos están esperando en el claustro.
–¿Academia de Magia? ¿Me está tomando el pelo? Este tipo de bromas no me gustan nada.
–No es ninguna broma, créeme. Hemos estado observando tus facultades y creemos que puedes encajar en nuestra orden. Por favor, acompáñame a la academia y así lo verás por ti misma.
–¿Cómo que me habéis observado? –Mencía empezaba a alzar la voz, se sentía incómoda con la situación que estaba viviendo.
–Es perfectamente natural que estés conmocionada ahora mismo. Es más, te aseguro que cuando hayas escuchado todo lo que debes escuchar aún lo estarás más. Todos hemos pasado por este proceso y sabemos que no es fácil. Por favor, acompáñame.
A Mencía le empezaba a dar vueltas la cabeza. Un tipo de lo más extraño la había citado en Urueña a través de una aparición para venderle un rollo de algo que sonaba a secta religiosa. No entendía nada y se sentía mareada. Mientras, se había dejado arrastrar hasta un edificio que nunca había visto antes, a pesar de haber estado en Urueña docenas de veces.
Una vez franqueadas las puertas, el interior era muy similar al de su antigua facultad. Aulas, tablones de corcho, pizarras, profesores, alumnos. Todo a su alrededor gritaba «Universidad». ¿Dónde diablos estaba?
Cuando recuperó la práctica totalidad de sus sentidos, estaba en una sala de reuniones bastante amplia. La decoración se le antojó un tanto recargada. Mucha madera, cuadros con marcos exageradamente grandes, iluminación escasa y una gran mesa, también de madera, rodeada de sillas a juego. Diez de esas sillas estaban ocupadas por señores.
Ginés ofreció una silla a Mencía y se sentó a su lado. Una vez todos en su sitio, le explicaron la situación. La Academia de Magia de Valladolid se encargaba de formar a magos para profundizar en el conocimiento y, para ello, debían encontrar y reclutar a los candidatos idóneos.
Habían dado con ella hacía cinco años y la habían estado observando. En condiciones normales, la habrían reclutado antes, pero estaban trasladando la academia de Simancas a Urueña y todos los otros procesos se vieron demorados. De todos modos, habían visto mucho potencial en ella y estarían encantados de que aceptara su propuesta y se uniera a la vía iniciática para convertirse en maga de pleno derecho.
Mencía no daba crédito a nada de lo que oía. Ella nunca había creído en la magia. Era algo que solo existía en la fantasía, no en el mundo real. Le hicieron una serie de demostraciones y le pintaron muy bien todo lo que podría lograr si ingresaba en su orden, pero todo era demasiado irreal.
No sabe muy bien cómo, salió del recinto, se montó en su coche y condujo hasta su casa. Estuvo dándole vueltas lo que quedaba del día, aunque no podía comentarlo con nadie. Primero, porque nadie la creería. Segundo, porque habían hecho hincapié en el hermetismo total que rodeaba la Academia de Magia.
Al día siguiente, no sabía si había sido real o si lo había soñado. Quizá necesitaba ayuda profesional. Un sobre lacrado que alguien había deslizado por debajo de la puerta de su apartamento la sacó de dudas. Efectivamente, todo había sido real.
Dedicó varias horas a buscar toda la información disponible sobre la Academia de Magia de Valladolid. No encontró absolutamente nada. No sabía si tirarse a la piscina o continuar con su vida normal. Después de todo, le encantaba su vida y no tenía pensado introducir ningún cambio.
Por otro lado, eso de la magia tenía mucho tirón. ¿Y si era verdad? ¿Y si podía tener poderes mágicos? Claro que, si era mentira, a sus 40 años se sentía un poco mayor para dejarse engañar por bobadas. Era una decisión difícil que iba a condicionar el resto de su existencia.
Pensó que la mejor manera de tomar una decisión de ese calibre era salir de pinchos. Quedó con unos amigos y fueron a tomar algo por el centro. A pesar de no poder hablar del tema con nadie, unos vinos más tarde ya tenía claro lo que iba a hacer. Entonces cayó en la cuenta de que no sabía cómo comunicarse con los magos de la academia.
Cuando llegó a casa, cogió el impreso que le habían hecho llegar y, una vez firmado, se desvaneció. Entonces, volvió a aparecer la cara misteriosa y le dijo: «Bienvenida.»