Por fin. Después de años de pelearse con su madre para modernizar el restaurante, para lavarle la cara y renovar los menús, para dejar de ser un mesón de menús del día que abre solamente los laborables al mediodía, por fin, el Mesón de La Bruta era suyo.

A sus 32 años, María se había convertido en la propietaria del restaurante que abrieron sus abuelos en 1966. Tenía muchas ideas y muchas ganas de llevarlas a cabo, pero también sentía la responsabilidad de estar a los mandos de la nave. Sus padres iban a seguir trabajando en el mesón hasta llegar a la edad de jubilación, pero su madre le había jurado y rejurado que aceptaría los cambios sin dar guerra.
De todos modos, Roma no se construyó en un día y, con el sistema que implementaron sus abuelos y que respetaron escrupulosamente sus padres, el restaurante funcionaba bien y daba dinero. Por lo tanto, lo mejor sería mantener el servicio de menús del día y empezar a añadir innovaciones progresivamente. Si salía bien, podría permitirse renovar el local y darle un aire más moderno.
El mesón se componía de una cocina y un salón con mesas de madera vestidas con manteles y servilletas de tela que un día fue blanca. La vajilla de loza, a juego, había mantenido mejor el color. Originalmente, tanto la mantelería como los platos llevaban impreso el logotipo del restaurante, pero como el tiempo los fue desdibujando, hacía años que decidieron empezar a comprarlos lisos.
El menú del día, que es la única opción disponible, consta de dos primeros y dos segundos. Los primeros siempre son un plato de cuchara o una ensalada. Los segundos consisten en un plato de carne o uno de pescado. El menú también incluye pan, agua, vino y café o postre.
Durante más de diez años, el caballo de batalla de María había sido ampliar el menú. Mantener las opciones de toda la vida y añadir al menos un primero y un par de segundos. Su madre siempre se había negado. «Toda la vida lo hemos hecho así y mira qué bien nos va, niña. No quieras saber más que tus mayores.» Por fin había llegado su turno.
Otra cosa que quería cambiar con todas sus fuerzas era el ambiente de restaurante de los setenta que impregnaba todo el local. Quizá eran los manteles y los platos, quizá era la escasa iluminación que teñía de amarillo el comedor, quizá eran los clientes de toda la vida, en su mayoría oficinistas serios y aburridos que comían a diario en las mismas mesas. «Una cosa lleva a la otra, si cambio la oferta, cambiará la clientela.»
Su primer servicio como dueña fue increíblemente similar a todos los servicios que había ofrecido como ayudante de sus padres. Los mismos clientes, los mismos platos, el mismo murmullo leve de fondo. Todo igual. La misma sensación la acompañó el resto de los servicios de la semana.
La segunda semana, sin embargo, prometía ser mejor. Había decidido mantener los primeros, que eran lo que más valoraban los clientes de toda la vida, y cambiar los segundos. A las tradicionales opciones de carne y pescado de su madre, añadió otras dos opciones, más modernas. La semana terminó y solo había vendido una ración de sus nuevas propuestas. No se dejó ganar por el desánimo y las mantuvo.
Para la tercera semana, decidió renovar los postres. Después de todo, casi nadie los pedía, era mucho más popular el café. Su madre torció el morro, pero María añadió una nueva opción de menú. Por un euro más, incluiría café y postre. En lugar de flan, fruta del tiempo o tarrina de helado, los postres disponibles pasaron a ser cóctel de frutas o tarta casera. La tarta resultó ser un éxito.
Envalentonada por su primera victoria, y viendo que sus segundos no acababan de cuajar, decidió crear la primera carta de la historia del Mesón de La Bruta. Su madre no lo aceptó de buen grado, pero como se había comprometido a dejarle las riendas del negocio, acabó claudicando. Eso sí, la carta sería un añadido al menú del día y constaría solo de raciones.
Así empezaron a servir croquetas, albóndigas y patatas bravas, además de platos fríos. Esto les permitió empezar a abrir por las noches y ofrecer cenas a base de raciones. Aunque su madre se mostraba siempre reacia ante los cambios, tuvo que admitir que el negocio estaba funcionando mejor que nunca.
Cada vez tenían más clientela, así que pudieron contratar a un par de personas más y, poco a poco, fueron renovando el local. Cinco años más tarde, el Mesón de La Bruta solo conservaba el nombre y la ubicación del restaurante que había heredado María. Por lo demás, era completamente distinto.
Ya no era un mesón de menús del día a base de potaje y lentejas, sino un restaurante de moda que ofrecía raciones y platos de autor. Tenía tanto éxito que era recomendable reservar mesa con una semana de antelación. Todo el mundo quería ir a cenar ahí y, sobre todo, publicarlo en sus redes sociales.
Los parroquianos de toda la vida habían ido dejando de ir a medida que había ido cambiando la oferta gastronómica. El restaurante se había convertido en una máquina de generar dinero, pero la madre de María sentía que se había muerto parte del legado de La Bruta, la fundadora del mesón. Entonces, decidió jubilarse definitivamente y dejar que su hija se encargara de todo a su manera.
Un mes. Quizá mes y medio. Eso fue lo que duró el éxito del Mesón de La Bruta sin su antigua cocinera. Las recetas eran las mismas, la cocinera nueva había trabajado todo un año al lado de la madre de María y sabía perfectamente cómo iba todo. De hecho, los platos le quedaban de maravilla. ¿Por qué habían dejado de estar de moda?
María intentó por todos los medios revivir el restaurante. Nuevos platos, promociones, retomar los menús del día. Nada funcionaba. La clientela había bajado drásticamente y no podían hacer frente al sistema que tenían montado. Poco a poco, tuvo que ir despidiendo a gente y quedarse en cuadro para mantener el restaurante abierto.
Buscó varias veces el consejo de su madre, pero no daban con el motivo. Hasta que un día, cuando la situación del restaurante era crítica y el cierre parecía la única salida viable, la madre de María le reveló el secreto de La Bruta.
–Es por la carne, hija.
–¿Qué quieres decir? ¿Qué carne?
–La carne. No te lo dije antes porque me daba miedo que no lo entendieras. La carne que usas no es la buena.
–Pero si no hemos cambiado nada. Es el proveedor de siempre, mamá.
–Pero esa carne no es la buena. Tienes que aliñarla.
–No te entiendo, mamá. ¿Aliñarla cómo?
–Mañana voy contigo al restaurante y te lo enseño.
Esa noche, María no pegó ojo. ¿Qué era eso de la carne que le había dicho su madre? Y si la solución había estado ahí todo este tiempo, ¿por qué la había hecho sufrir tanto por el restaurante antes de echarle un mano?
A la mañana siguiente, fueron las dos al restaurante. María hija tenía la cara de un espectro, la noche en vela y los disgustos le habían pasado factura. Al llegar, María madre le hizo prometer guardar el secreto y revelarlo tan solo a su sucesora cuando no haya más remedio. María hija no tenía hijos, así que no contaba con tener ningún tipo de sucesora, pero hizo la promesa igualmente.
–Así no, hija. Promételo de verdad. –El semblante de su madre daba auténtico miedo. Nunca la había visto tan seria.
–Lo prometo, mamá. No lo revelaré a nadie.
–Entonces, ven.
Se reunieron en la zona de la cocina que hacía las veces de despacho y la madre hizo sentar a la hija.
–Lo que te voy a contar es el secreto que hizo prosperar el restaurante de tu abuela y la razón por la que no te han faltado clientes hasta que me fui. El secreto para que la carne y los guisos tengan ese nosequé especial que atrae a los comensales de un modo inexplicable es la grasa. Si quieres que la gente vuelva al restaurante una y otra vez, tienes que añadir grasa a la carne picada.
–¿Añadir grasa? ¿Quieres decir manteca?
–Claro, hija, pero no de cerdo.
–¿Entonces?
–Humana, hija. Tienes que añadir grasa humana.
María no entendía lo que le quería decir su madre. Se había quedado absorta con cara de boba sin saber qué decir.
–Esto no lo sabe ni tu padre. Solo lo sabemos tú y yo. El secreto de mis preparaciones de carne es que contienen grasa humana. Supongo que se puede echar también a otras elaboraciones, pero en la carne se disimula muy bien y deja una nota de sabor que la vuelve adictiva.
–¿Pero qué me estás queriendo decir? ¿Cómo vas a echarle grasa humana? ¿De dónde la sacas?
La madre de María respondió con una mirada. María sintió una fuerte náusea acompañada de una arcada violenta que le hizo arrojar un buen puñado de bilis. Ella se había criado en ese restaurante, llevaba toda la vida comiendo, cocinando y sirviendo grasa humana. Había nacido en una familia de caníbales.
–A mí también me costó aceptarlo cuando me lo contó la abuela. No es algo fácil de asimilar. Por eso no te lo había querido decir. Quería ver si podías sacar adelante el mesón sin recurrir al secreto familiar. Solo me he atrevido a confiártelo cuando no ha quedado otra elección.
–Pero, ¿de dónde sacas la grasa humana, mamá?
–Ya lo sabes, hija. Solo hay un modo de obtener grasa humana fresca. –María madre remató la frase deslizando la uña del dedo índice de la mano derecha a lo largo de su cuello, simulando una degollación.
–¿Me estás diciendo que eres una asesina? ¿Todos estos años has estado asesinando a gente para hacer guisos y estofados?
–Mujer, qué exagerada eres. No hace falta asesinar a nadie. Tengo un contacto que me proporciona piezas de cadáveres. Lo único que hacía era rebanar la grasa, triturar la carne y mezclarla con el resto de carne.
–Entonces no es solo la grasa, ¡también hemos estado cocinando carne humana!
–Hija mía, los cadáveres ni sienten ni padecen. Hemos estado más de cincuenta años haciéndolo así y nadie se ha quejado. Ni siquiera las inspecciones sanitarias han detectado nunca nada irregular. ¿Qué más te da comer pollo, ternera o humano? La carne es carne.
–Mamá, yo no puedo hacer eso. No soy capaz.
–Llevas toda la vida comiendo carne humana, María, y siempre te ha gustado. Si ahora sientes asco es por un condicionamiento moral. No te da asco la carne, te da vergüenza haber hecho algo que no está bien visto en la sociedad.
–¡Es ilegal, mamá! ¡Podemos ir a la cárcel por esto!
–Por eso no lo puede saber nadie. Yo te pasaré el contacto, él te seguirá enviando las piezas y tú solo tendrás que mezclar la grasa “especial” con el resto de comida. No hace falta que aproveches la carne si no quieres, lo que engancha a los clientes es la grasa.
–No puedo hacerlo, mamá. Es repugnante.
–Puedes hacerlo y lo harás. Eres la responsable del restaurante que fundó tu abuela y no vas a dejar que se acabé de hundir. Volverás a cocinar al estilo de La Bruta, volverás a llenar todos los días y volverás a tener un restaurante próspero.
Ese día el mesón no abrió. Tampoco lo hizo el siguiente. Durante tres días, la madre estuvo enseñando a la hija cómo aprovechar las piezas especiales que compraban de extrangis para poder preparar platos más apetitosos. La hija, por su parte, empezó a pensar en nuevas formas de utilizar ese ingrediente con el que nunca antes había trabajado, de forma consciente al menos.
El lunes siguiente, el Mesón de La Bruta volvió a abrir las puertas con una nueva oferta gastronómica. Empezaron a llegar clientes. No muchos. La primera semana desde la reapertura no se pudo catalogar de éxito. Sin embargo, el boca a boca hizo que cada vez más gente se animara a darle otra oportunidad al restaurante y, al cabo de un par de meses, volvía a estar lleno casi todos los días. Al cabo de un año, había recuperado el prestigio de sus mejores tiempos. A día de hoy, aunque quizá con otro nombre, sigue siendo uno de los restaurantes mejor valorados de la ciudad. ¿De qué ciudad? Hay cosas que es mejor que no sepamos.