Retorno al principio: anticipo

Lo que vais a leer a continuación no es un relato completo. Es el primer capítulo de una novela que estoy escribiendo. Quería compartirlo con vosotros porque llevo bastante tiempo sin publicar, ahora entendéis por qué. Agradeceré de corazón todos vuestros comentarios.

Un chico con una mochila azul a la espalda anda por un camino que bordea una carretera comarcal. Delante de él, se ven más peregrinos y cómo el camino avanza hacia unas lomas.

Llegó el gran día. Cuando la idea empezó a rondarle la mente una noche de juerga, jamás pensó que este momento llegaría. Solo era una idea peregrina más, la típica cosa que se dice, pero no se hace. Quién iba a imaginar que dos meses después, más o menos, su vida iba a dar un vuelco de esas proporciones.

Había dejado su habitación, había vendido o regalado las cosas que no quería conservar y se había quedado únicamente con lo que podía llevar en su mochila. Al terminar la EGB, sus padres le habían invitado vigorosamente a irse de casa. Casi dos décadas después, había llegado el momento de volver.

Antonio quería asegurarse de que tendría tiempo suficiente para hacer los últimos preparativos antes de coger el tren que le llevaría hasta Pamplona. Por eso había puesto la alarma del móvil a las 7 de la mañana. Dio igual, se desvela casi una hora antes, los ojos como platos.

Los preparativos consisten en ducharse, vestirse, desayunar algo, repasar que no se deja nada fuera de la maleta, dejar una nota de despedida a sus compañeros de piso y fumarse un cigarro un poco aliñado para calmar los nervios.

El tren sale a las 9.30 de la mañana. A las 8 ya está en la cafetería de Sants tomándose un café y un bollo. Para matar el aburrimiento, se acerca a una librería de la estación y se compra una libreta y un boli. Se le ocurre que puede ser interesante documentar su peregrinación y plasmar sus impresiones. Aún le queda mucho tiempo de espera, así que empieza a repasar lo que han dado de sí los cinco años y medio que ha vivido en Barcelona. La verdad es que, dentro de lo que cabe, no habían sido unos años malos.

No podía quejarse. Había logrado crearse un círculo social en el que se encontraba a gusto, en el que podía ser él mismo y crecer como persona. Pero sí podía quejarse, porque llegar a fin de mes resultaba cada vez más difícil. De hecho, los últimos meses no había podido pagar ni su parte del alquiler. El dinero que había sacado vendiendo las cuatro cosas que tenía lo había destinado a pagar atrasos, y ni así había podido saldar sus cuentas. Y andar malviviendo a sus 34 años, sin perspectivas de mejora, cada vez se le hacía más cuesta arriba. Por eso decidió volver a Galicia, a casa de sus padres, para empezar una nueva vida desde cero.

«Alvia 0626 con destino A Coruña. Vía 4.»

Su tren. Recoge sus cosas y se dirige al andén. Tiene que pasar un control de seguridad que se le antoja muy poco exhaustivo. Se monta en su vagón, deja la mochila en el espacio para maletas del principio y se sienta en su sitio.

Intenta echar una cabezada, pero está nervioso. Desde que puso en marcha el plan para volver a casa de sus padres, ha estado dándole vueltas sin parar a cómo será su vida a partir de entonces. Había hablado con ellos y se habían mostrado totalmente receptivos. Le pareció incluso detectar una nota de alivio en la voz de su madre. Sin embargo, es una situación extraña. Todos los años se veían al menos una vez, pero desde que le mandaron a Calatayud, el período ininterrumpido más largo que ha pasado en casa de sus padres no llega a 4 meses. 

En lo que no se ha parado a pensar ni un momento es en cómo va a ser el Camino de Santiago. De repente, cae en la cuenta. Sentado en el asiento del tren que le lleva a Pamplona, se da cuenta de que todo lo que sabe de la pequeña aventura que acababa de emprender se reduce a comentarios de amigos suyos. De hecho, le regalaron una guía de los años 90 que ni siquiera ha abierto. ¿Seguirá siendo válida? ¿Hasta qué punto puede cambiar uno de los caminos más populares de Europa en 20 años? Se agobia.

Por si eso fuera poco, el tren en el que está montado tardará unas 12 horas en llegar a Santiago de Compostela. Quién le manda a él bajarse en Pamplona para tirarse todo un mes andando en lugar de quedarse en su asiento y llegar a casa ese mismo día. «A casa», qué irreal suena.

«Bueno, Antonio, en peores plazas has toreado. Si los monjes de la Edad Media podían hacerlo, ¿cómo no va a poder un tío hecho y derecho como tú en pleno siglo XXI?», se dice a sí mismo.

Cuando la megafonía del tren anuncia la parada de Zaragoza, miles de recuerdos se le amontonan en la mente. El paso de la infancia a la juventud, una nueva vida en un nuevo lugar con una nueva «familia». Sale de su ensimismamiento cuando se da cuenta de que una chica le está mirando. No es que tenga la mirada perdida en su dirección, le está mirando específicamente a él.

Es una chica de piel morena, pelo negro, cara redonda, bajita. Las facciones de su cara le inducen a pensar que debe ser latinoamericana. Cuando clava su mirada en ella, la chica desvía la suya, avergonzada, pero luego vuelve a mirarle y le sonríe. Antonio se queda un poco parado, ¿está intentando ligar con él? ¿Esas cosas pasan en la vida real? Ella se da cuenta de que el chico no entiende nada, así que se acerca y se presenta.

–Hola, disculpa que te moleste. Es que te vi entrar con una mochila enorme y me preguntaba si tú también ibas a hacer el Camino de Santiago.

Ahora ya no tiene dudas, la chica es mexicana. Antonio no logra producir ninguna respuesta coherente más allá de un breve gruñido que parece destinado a iniciar una frase que no llega a producirse.

–Me llamo Betty, por cierto, y voy a Roncesvalles. ¿Te importa que me siente?
–No, por favor, siéntate. Yo me llamo Antonio. También voy a Roncesvalles.

Al parecer, es cierto que se conoce mucha gente a lo largo del Camino. Aún no ha empezado y ya ha conocido a la primera peregrina.

Pasan lo que queda de viaje hablando. Betty es una chica mexicana, un poco mayor que él, y se animó a hacer el Camino de Santiago después de ver la película de Martin Sheen. Todo lo que no se ha preparado Antonio lo lleva Betty estudiadísimo y anotado en una guía enorme repleta de adhesivos de colores.

Llegan a Pamplona un poco antes de la una y media de la tarde. Siguiente objetivo: encontrar la estación de autobuses y comprar un billete a Roncesvalles. Mientras Betty intenta averiguar cómo llegar, se les acerca una pareja joven, de más o menos su edad, y les preguntan si saben de dónde sale el autobús a Roncesvalles.

–Sois peregrinos, ¿verdad? –dice un señor que, pese a tener todo el pelo blanco, debe rondar los 50 años.
–Así es. Acabamos de llegar y buscamos la estación de autobuses para ir a Roncesvalles.
–Aún hay tiempo, ¿por qué no nos vamos a comer los cinco y luego vamos juntos a coger el autobús? Me llamo Paco, por cierto.

Entran en un mesón y comen el menú del día. Durante la comida, aprovechan para conocerse un poco los unos a los otros. Paco les cuenta que esta será la tercera vez que hace el Camino en bici y comparte con ellos una retahíla de anécdotas y consejos. Los demás le ven como una especie de mentor improvisado, aunque saben que al día siguiente le perderán de vista para siempre.

Cuando acaban de comer, les toca apresurarse para llegar a tiempo a la estación de autobuses. No iban tan sobrados de tiempo, después de todo. Una vez ahí, tienen suerte de conseguir billetes para todos. El último billete del día se lo queda un chico italiano que viaja solo y que ha llegado tan solo un par de minutos después que el grupo. Se llamaba Elio.

En la hora larga que pasan en el autobús, Antonio se entretiene observando el paisaje. Es espectacular. Viendo los frondosos montes y valles, las dudas que albergaba se van disipando. Siempre le ha gustado la naturaleza, quizá porque le recuerda a su infancia, quizá porque siente una conexión mística con la Madre Tierra. Siempre le han gustado los bosques, los arroyos, los árboles, los pájaros…

Su abuelo había empezado a enseñarle a distinguirlos cuando era un chiquillo, pero por desgracia, no le dio tiempo a completar su formación y Antonio nunca intentó aprenderlos por su cuenta. Sabe distinguir los árboles más típicos de su región, también algunos arbustos. Los pájaros se le dan peor. En cualquier caso, el nombre de cada cosa es lo de menos, a él le interesa más su alma, su esencia.

Carla y Dani, la pareja que han conocido en la estación, hablan entre ellos. Elio tiene serios problemas con el español y habla con Betty, que ha estudiado algo de italiano. Paco se ha tenido que sentar un poco más alejado del resto del grupo y está hablando con su compañera de asiento, que parece extranjera.

Al bajar del autobús, les da la bienvenida una señal de tráfico que reza «Santiago de Compostela 790», toda una declaración de intenciones. A partir de ahí, solo queda unirse a la hilera de hormigas que va llegando al complejo religioso, que parece funcionar como la línea de producción de una fábrica. 

Primero, el papeleo: comprar una credencial del peregrino, rellenarla y obtener el primer sello. Después, ir al pabellón que te hayan asignado, dejar las botas en la entrada, encontrar una cama libre y marcarla como ocupada poniendo el saco de dormir encima y la mochila al lado. A continuación, una ducha rápida, lavar la ropa y, finalmente, un poco de tiempo libre. 

Antes de la cena, casi todos los miembros del grupo que se ha formado ese mismo día asisten a la misa del peregrino. Antonio prefiere quedarse un rato a solas consigo mismo para fumarse un porrito y estrenar la libreta con sus pensamientos del día.

Más tarde, Antonio, Betty, Paco, Carla, Dani y Elio se sientan juntos en la cantina y, pese a haberse conocido tan solo unas horas antes, parecen viejos amigos con una larga historia en común. Tras un menú austero, pero reconstituyente, bien regado con vino, llegan las diez de la noche, hora de acostarse. En cierto modo, a Antonio le recuerda a su vida en el ejército.

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